-...Ópera, Callao, Gran Vía, Chueca, Alonso Martínez, Rubén Darío, Núñez de Balboa, Diego de León, Ventas, El Carmen, Quintana, Pueblo Nuevo, Ciudad Lineal...
Don Román pronunciaba los nombres de las estaciones con la cadencia de un conjuro, con la intensidad de una plegaria. El esfuerzo que aquello le suponía añadía nuevas gotas de sudor a su frente y alimentaba la mancha oscura en el pecho de su camisa. La misma que llevaba desde hacía varios días, cuatro para ser exactos, los mismos que Guillermo había empleado junto a su jefe en recorrer de vagón en vagón, y de principio a fin, los oscuros túneles del metro.
No habían vuelto a la pensión desde el primer intento. Su único descanso en todo ese tiempo había estado en los duros escalones de la entrada a la estación, apoyados el uno en el otro, vigilantes, más desmayados que dormidos, hambrientos de cama y soñando con comer, esperando con ansía el pasar de unas pocas horas entre el abrir y el cerrar del acceso.
Ahora comenzaba de nuevo. Guillermo contemplaba a Don Román mientras recitaba la oración otra vez, buscaba en su rostro cualquier rastro, un gesto nuevo, la señal de que por fin lo habían conseguido.
-¿Qué coño miras chico? Te he dicho mil veces que no te quedes callado... ¿Y si esto no basta para llevarnos a los dos? Aquél hombre no dejó claro este punto... supongamos que te quedas atrás. ¡Más luces hombre, más luces! ¡Que esto no es como colocar botes de tomate en un estante!
Guillermo se esforzó por parecer ofendido, estaba a punto de conseguirlo, pero el miedo a fracasar era tanto que no dejaba espacio para mucho más.
Así estaban las cosas desde hacía ya un par de semanas, desde el día que Don Román, el encargado, le llevó hasta lo más profundo del almacén para contarle sobre la cosa más absurda y ridícula que jamás nadie escuchó. Con palabras casi mudas, le aseguraba que ese mismo domingo, al coger el metro para volver a la pensión, había visto algo increíble, algo que Guillermo sólo pudo comprender con claridad al segundo o tercer intento, justo cuando pudo dejar de mirar a los enrojecidos ojos de su jefe.
Con el aliento entrecortado y febril que da la locura, Don Román le habló de su secreto, de un hombre que conoció en el metro el día anterior, y de la poca atención que prestó a sus palabras. Por eso había pasado la noche en vela, reconcomiéndose por dentro en el intento de recordar un detalle más de aquella conversación.
Don Román era un hombre serio, a esa conclusión había llegado Guillermo después de dos años trabajando a sus ordenes en el supermercado. En todo ese tiempo, nunca había escuchado de sus labios una sola broma, ni el más mínimo comentario que no tuviera que ver con listas de reposición u ordenes de pedido. Era de camino a la pensión, y de la pensión al trabajo, cuando cambiaban unas pocas palabras sobre sus vidas, sólo entonces.
Por eso estaba tan asustado, por eso tenía que ser verdad toda aquella locura de que en un punto indeterminado de la línea verde del plano del metro, mientras se nombran las estaciones una por una, se abre una puerta a otro mundo, al lugar donde no existe la muerte, ni el dolor, donde los deseos son cumplidos sin excepción. Allí nadie vive unas vidas tan anodinas e insignificantes como las suyas, allí si uno quiere puede convertirse en uno de esos superhombres de las películas, de esos que salvan al mundo y se quedan con la chica, y donde para colmo, nunca aparece la palabra fin. No es que esas fueran exactamente las palabras de Don Román, pero es que así lo entendió Guillermo.
-¡Venga chico! Despabila de una vez y sígueme, a mi ritmo y sin saltarte ni una sola... a ver si va a poder ser de una puñetera vez. Veamos... Alonso Martínez, Rubén Darío, Núñez de Balboa, Diego de León, Ventas, El Carmen, Quintana...
El muchacho bajó la mirada y repitió las palabras de Román con gesto serio.
-¡Pero así no hombre! Tienes que estar convencido de lo que haces, tienes que tener fe. Si no, esto no funcionará... no conectarás. Siento que nos acercamos al punto crucial, hace rato que noto un extraño cosquilleo en la piel... tenemos que hacer las cosas bien, aquél hombre dijo que no hay segundas oportunidades, que la puerta sólo se abre una vez para cada persona, bien que insistió en ello. Sin fe nadie entra en los valles de Roan... ¿O era Ruen? ¿Raen? ¡Maldita memoria la mía! No puedo recordar... ¿Habré olvidado algo más? ¿Algo importante? Casi no le presté atención, hablaba y hablaba, de vez en cuando nombraba unas cuantas estaciones y de repente... desapareció –dijo Román con el aire de un suspiro- Le tomé por un chiflado, de esos que andan por ahí, y ahora todo puede depender de un estúpido detalle ¿Te das cuenta chico? La felicidad eterna pendiente de un puto detalle... Lavapiés, La Latina, Ópera, Callao, Gran Vía, Chueca, Alonso Martínez, Rubén Darío, Núñez de Balboa, Diego de León, Ventas, El Carmen, Quintana...
Guillermo se sentía más angustiado que nunca, el ánimo de Don Román se venía abajo y eso podía significar el desastre. Miró a su alrededor en busca de fuerzas que prestarle. Sólo encontró una docena de miradas hostiles, que ya sin disimulo, se clavaban en a la extraña pareja acurrucada contra el fondo del vagón.
Las palabras susurradas fueron cambiando de tono, las últimas se habían convertido en otras, a veces sin sentido y casi siempre pronunciadas a voz en grito. El más joven era ahora el que recitaba los nombres de las estaciones, el más viejo se limitaba a mover los labios, parecía querer insuflar a su pupilo la inspiración que este necesitaba para terminar su retahíla.
De improviso, las ventanillas se llenaron con la luz de una nueva estación, las puertas se abrieron. El pasajero con el ceño más arrugado se asomó al andén para barrerlo de una mirada y lanzar al aire un gesto con la mano. Unos pocos segundos después, dos hombres sudorosos y de uniforme entraron en el vagón.
-¡Otra vez ellos! –exclamó el más corpulento al verles- ¿Cómo tengo que deciros que no se puede molestar a los viajeros? ¿O es que buscáis problemas?
-No, no, más bien creo que es usted el que los busca señor mío... no hemos molestado a nadie, ni siquiera le hemos dirigido la palabra a ninguno de esos lechuguinos que os han llamado. A diferencia de ustedes, nosotros estamos ocupados en algo realmente importante... así que métase de sus asuntos y déjenos en paz –respondió Don Román indignado por la interrupción.
-¿Has oído eso? Dice que está ocupado en algo importante... ¿y que es eso tan importante para que un par de sonados estén dando por saco desde hace días? Calla, no me lo digas que me importa un carajo ¿Y sabes por qué? Porque os vais a largar cagando leches a incordiar a otra parte. Así que venga chalados, ir desfilando a la salida...
El guardia agarró a Guillermo por una manga y este se revolvió sin dejar de recitar los nombres de las estaciones en voz baja.
-No hagas eso insensato... no debes interrumpirle ahora... ahora que estamos tan cerca.
El propio guardia quedó sorprendido por el cambio de actitud de Don Román. Su desafiante mirada había desaparecido por completo, en su lugar estaba la expresión de un loco desesperado que exigía y suplicaba con la misma fuerza.
-No nos puedes molestar ahora, te lo ruego, ahora no... estamos a punto de conseguirlo... siento haber importunado a toda esta gente... pronto nos marcharemos, sólo un minuto más, una estación más.
-¡Marcharse dice! Eso era antes de cabrearme... Ahora las cosas han cambiado, de aquí no se va nadie hasta que no me aclares lo que os traéis entre manos ¡Marcharse! Eso quisierais vosotros. ¡Venga, venga! Para empezar, salid del vagón y vamos para la oficina, el supervisor de la estación dirá lo que se hace con vosotros ¡Andando!
Román alzaba las manos, las sacudía frente a sí como si quisiera borrar en el aire las palabras del guardia, más aún, eliminar de su imaginación las terribles consecuencias de su última orden.
-No, no, no... tu no comprendes, no puedes comprender. Solamente necesitamos unos pocos segundos más. Guillermo está a punto de conseguirlo, lo está haciendo tan bien que nos llevará a los dos... a ese lugar maravilloso, el reino de los deseos cumplidos.
-¿Te has fijado? –preguntó el guardia a su compañero- Otra parejita de yonquis colgados... o serán dos borrachos. No, eso no, estos dos no huelen a vino... estos huelen a hueso roto –sentenció llevándose la mano al mango de la porra.
Un pitido intermitente dio la señal para que las puertas se cerrasen y de entre los labios del guardia escapó un resoplar de fastidio.
-Lo sé, lo sé... yo también desconfiaba, comprendo que no es fácil de creer –continuó Don Román- todos estamos hartos de esos charlatanes que te venden paraísos perdidos, pero esto es distinto, esto es otra cosa, lo vi con mis propios ojos... aquél viejo desapareció ante mis narices mientras me decía estas mismas palabras y nombraba las estaciones. Por eso ha de ser verdad, ese lugar tiene que existir en alguna parte, en otro mundo o en este, eso no importa, lo que sí importa es que allí nunca ha bostezado nadie de aburrimiento, el miedo es un bicho muerto que se guarda en los museos... allí nadie sufre, nadie recuerda lo que no quiere y las miradas alimentan como un caldo. Allí nos vamos Guillermo y yo, a un lugar tan distinto y maravilloso que hasta duele imaginarlo... Ópera, Callao, Gran Vía, Chueca...
Don Román dio la espalda a los guardias y se unió a Guillermo en su oración mientras este nombraba por enésima vez las estaciones, cada vez más despacio, con la nariz pegada a la ventanilla y los ojos clavados en algún punto de una oscuridad que desfilaba a toda velocidad al otro lado del cristal. En su reflejo descubrieron algo que hasta ese momento les había pasado desapercibido, algo que durante un solo segundo ocupó toda su atención. Era el rostro de muchos hecho uno, el de los pasajeros del vagón mirándoles fijamente, con la misma expresión vigilante y asombrada en cada cara.
Uno de aquellos repentinos traqueteos que se producían con el cambio de vía, un casi imperceptible parpadeo de las luces, el zumbido breve y agudo de los altavoces que anunciaban la siguiente estación. Cualquier cosa entre estas o ninguna de ellas pudo ser el aviso de que algo estaba a punto de ocurrir, la causa de que todos desviaran la mirada durante una fracción de segundo.
Tal vez por eso nadie supo nunca adonde fueron Don Román y Guillermo. Sólo el guardia vio, y apenas de reojo, como caían las ropas vacías al suelo. Allí las contemplaron en silencio durante un buen rato, arrugadas, unas sobre otras y formando un montón sobre los zapatos.
Ya no hubo más palabras, tan solo miradas incrédulas fijadas entre sí, formando una red que saltó en pedazos al abrirse las puertas en la estación de Ópera. Un río de gente inundó entonces el vagón y rompió la conexión que transmitía una pregunta hecha a gritos, una pregunta sin sentido y sin respuesta. El guardia tomó en su mano la camisa de Guillermo, la miró con la boca entreabierta, y sin llegar a cerrarla, dejó atrás a su compañero para salir en busca de un mundo más lógico y reconfortante. Las puertas se cerraron a su espalda y aquél tren se puso de nuevo en movimiento, se zambulló sin esfuerzo en la boca oscura de un túnel que le llevaría a otra estación, y después de esa a otra, y a otra más...
Al día siguiente, más o menos a la misma hora, los pasajeros fueron prácticamente los mismos que el día anterior, sus trabajos, sus horarios, y la costumbre les reunían a la fuerza en aquél vagón. Rostros familiares coincidían allí casi a diario como si de una cita se tratara. Nadie diría que allí ocurría algo extraño si no fuera porque poco antes de llegar a la estación de Ópera se dejó escuchar el sonido de un coro destemplado, un monótono rezo, un conjuro incomprensible y pronunciado sólo a media voz por todos los que llenaban el vagón.
-... Ópera, Callao, Gran Vía, Chueca,...
Imagen: Annie Mole
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