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domingo, 13 de junio de 2010

GOLDEN GATE

Lo había dejado todo atrás, más concretamente, en el asiento trasero de su viejo coche. Los restos de una vida anterior.
Un revuelto de facturas pendientes, botellas vacías, cartas de desahucio, sobras de hamburguesas y demandas de divorcio, mezclado con algo de ropa sucia.
Por encima de tanto resto, el reportaje de su vida, o al menos gran parte de él. Los datos, las fotos, las estadísticas, los informes de las autopsias, videos, planos, atestados policiales...
Gracias a una minuciosa investigación, sabía que entre los años 1937 y 2008, habían muerto 1218 personas al arrojarse desde aquel puente. Ninguna otra edificación en el mundo registraba un número de suicidios tan grande como el Golden Gate de San Francisco
A lo largo de ambas barandillas, hay ciento veintiocho postes de luz, una mitad de ellos orientados a Este y la otra al Oeste. No encontró diferencias significativas entre los sexos o edades de los suicidas, ni siquiera sobre los horarios elegidos. Sólo había un dato que destacaba, lo hizo desde el principio. El poste 69.

Se sintió desafiado por aquel misterio. Necesitaba averiguar la razón por la que más del noventa por ciento de los que se lanzaban a las aguas, elegían precisamente ese poste y no otro. La causa de tan extraño fenómeno parecía estar fuera de toda lógica, podía ser material o inmaterial, provocada o casual, real o imaginaria, tanto daba lo uno cómo lo otro... debía ser desvelada.
Un psicópata que por alguna extraña razón obligaba a sus víctimas a suicidarse cerca de ese poste, una secta asesina que celebrase allí sus ritos de sacrificio, alguna antigua maldición, una especie de mortífero agujero negro... con el tiempo y la misma facilidad, cualquier absurda explicación, cobraba y perdía sentido en su atribulada cabeza.

Aquella obsesión no le atrapó de repente, sino que como todas las obsesiones, fue extendiendo sus muros muy poco a poco, hasta apresarle por completo, hasta no dejarle ver más.
Tras días y días de trabajar sobre el asunto, llegaron las noches en vela. Pasó más de un año desenredando pistas falsas y estrafalarias teorías que nunca le llevaron a ninguna parte. Todo lo demás se convirtió en prescindible.
Por encima de aquella barandilla arrojó sin darse cuenta su trabajo, su familia y a sus pocos amigos. En su delirio particular, llegó a instalar una cámara oculta que grabara durante las veinticuatro horas del día todo lo que ocurriera en ese preciso lugar. Sin el menor remordimiento de conciencia, esperó durante meses al golpe de suerte le permitiera desvelar el gran misterio... y llegó.

En un lapso de cuarenta días, y gracias a su enfermiza perseverancia, consiguió captar a dos suicidas arrojándose al vacío, un hombre y una mujer. Comprobó minuciosamente aquellas imágenes, cada detalle, segundo a segundo, desmenuzando sus sombras, amplificando sus sonidos, pero nada sacó en claro.
Los dos llegaron caminando. Él a media mañana desde el Norte, ella a media tarde desde el Sur. Sin que aparentemente ninguno tuviera decidido el lugar desde el que saltar, se detuvieron a la altura del poste y miraron abajo. Con escasos minutos de diferencia, ambos se encaramaron a la barandilla, la salvaron quedando de pie sobre el borde exterior, y después simplemente, desaparecieron al caer.

Todo era demasiado similar, demasiado mecánico, demasiado irreal, y nada parecía indicar que estos fueran distintos al resto de los casos. Por eso tenía que haber algo. Un elemento que insistía en mantenerse oculto, aquello que representaba la clave de todo el enigma.
Se prohibió pensarlo una sola vez más. Salió del coche y caminó muy despacio hasta el poste número 69. No le quedaban muchas más opciones. En realidad sólo le quedaba esa.
Apoyó las manos sobre la fría superficie de la farola y respiró hondo aquél aire salado. Había estado en ese mismo lugar un centenar de veces, había examinado con pulcritud cada centímetro del suelo, del pasamanos, del entramado de vigas y cables más cercano... y entonces cayó en la cuenta.
Debajo. Lo que fuera, tenía que estar debajo de sus pies, en la parte inferior de la plataforma colgante. Tenía que ser así.
Ya con el cuerpo sobre la baranda, miró hacía atrás para comprobar que su coche continuaba con las luces de emergencia conectadas. Aunque sabía que no bastaría para librarle de la enésima multa de tráfico por aparcar en zona prohibida, había tomado la precaución de dejar un papel en el parabrisas con la palabra “averiado”. Después miró hacia abajo, setenta metros más allá, las aguas plateadas le cegaron con su resplandor. Sin apenas dificultad, sobrepasó la barandilla, y agarrado a los barrotes buscó el mejor acomodo para sus pies. Lo encontró en un grueso tubo y en él se afianzó. Era mucho más fácil y seguro de lo que imaginaba. Podía incluso soltarse de una mano para, en una postura más cómoda, echar un vistazo a la parte inferior de la estructura. Entonces sus pies resbalaron.
Antes incluso de comenzar a caer, lo supo al fin. Ocultos bajo el entramado inferior, había una infinidad de cables y conducciones. La insignificante fuga de fluido negro llegaba desde alguna parte hasta ese punto, y allí, pacientemente, formaba un pequeño y escurridizo charco apenas visible desde detrás de la barandilla.
Al final, resultaba todo tan decepcionante y tan trivial que ni siquiera gritó. Sólo prestó atención al hombre que espantado, le observaba desde muy arriba, justo al lado del poste 69. Habría apostado la vida que ya no tenía, a que bajo los ojos de aquél desconocido se dibujaban ya las profundas ojeras que dejan las primeras noches sin dormir.

Imagen: photofanman

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