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lunes, 24 de enero de 2011
TODO VA BIEN
Lo primero que te dice es "¡Oiga señor! ¿Le puedo hacer una pregunta?"
Después te suelta el rollo de que la faltan cincuenta céntimos para un café, que no ha desayunado... lo que se le tercie con tal de sacarte uno o dos euros.
Te lo pregunta con una urgencia no fingida, con ciertos malos modos, como si te empezara a castigar antes de saber si la darás una moneda o no.
Seguro que alguno de los que leéis esto la conocéis. Se llama Ana, sólo Ana. Deambula por todo el barrio, sobre todo por las mañanas, pide dinero al primero que se la cruza y gasta un humor de perros. Su pelo es de paja, la piel blanca, casi albina, manchada aquí y allá por rasguños y algún resto de cardenal. Los ojos son pequeños, casi cerrados, resecos, como los de quien acaba de cruzar un desierto. Toda ella parece haber cruzado varios.
Cuando entra en un bar en busca de presas, canta las cuarenta y arrastra con las propinas de los platillos. Siempre termina en bronca, los camareros la echan a empujones y ella insiste en volver a por las veinte que le faltan. Luego llega la policía, la detienen, se la llevan, y hasta el día siguiente.
A veces duerme en un albergue, a veces no. A veces quiere salir de esa vida, a veces ni se acuerda de haber querido.
Me cuenta que su madre no quiere saber nada de ella, yo la digo que la llame, que insista, que no pierda contacto, aunque no la devuelva la llamada.
Ana está enferma, de muchas cosas, pero la que no la deja vivir se calma con una simple pastilla. Si la toma regularmente se la nota que remonta, que poco a poco aparece la persona allí atrapada, presa desde hace años en el fondo de esos ojos pequeños y resecos.
Un día me dice que su madre la ha llamado, que está muy nerviosa. Ha de recoger un dinero que la envía en la oficina de correos. Con él se comprará un bolso, unos zapatos... tal vez irá a la peluquería. Mientras me lo cuenta la veo alzarse sobre sí misma, ponerse de puntillas porque está a punto de despegar, lista para volar.
Un par de días después me repite diez veces que no pudo recoger el dinero, que no pudo comprarse el bolso, ni los zapatos... porque no recordaba como se iba a la oficina de correos. Que preguntó a alguien y la dijeron que fuese a la Plaza de Cibeles, pero es que tampoco recordaba donde estaba eso. Y dejó de preguntar.
Hoy ha venido tiritando, me ha mirado como a un extraño, y muy enfadada me ha preguntado: "¡Oiga señor! ¿Le puedo hacer una pregunta?"
... ... ...
En los Estados Unidos, hacia los años treinta, una severa sequía, la inoperancia del gobierno y unos bancos al acecho, provocaron el éxodo masivo de millones de personas desde el medio oeste hacia California. Aquellas personas buscaban un trabajo y un futuro que nunca encontraron. Lo que si encontraron fue explotación y miseria, hambre y desesperación, todo a raudales.
Americanos hasta entonces prósperos veían como sus hijos morían de inanición en las cunetas de la famosa interestatal 66. A veces los enterraban allí mismo, otras veces acudía un forense y ante el cadáver de un niño esquelético con el abdomen hinchado como un balón, decía con voz entrenada: "Ha muerto por fallo cardiaco"
Tal vez mañana, tal vez pasado mañana, Ana dejará de preguntar eso que pregunta mil veces al día. Seguramente aparecerá tras una noche de helada bajo un cartón con la piel más blanca que nunca, un forense dirá también eso de: "Ha muerto por fallo cardiaco"
Yo me enteraré ocho días después y escribiré algo sobre el asunto, me meteré en la cama y con tal de dormir me diré: "Todo va bien Pelayo, todo va muy bien... todo va de puta madre"
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No hace mucho leí "Las uvas de la ira" y su paisaje apocalíptico tan bien representado por la familia que lucha por ese futuro que parece no llegar, no difiere mucho de la cruda realidad que estamos viviendo.
ResponderEliminarLo de las uvas está por ver... en cuanto a la ira... por ahora solo se ve la que se queda en casa... rugiendo bajo, pero sin morder. Será cuestión de tiempo.
EliminarSaludo
estimado Luis y otros lo que me llama la atención es que estas personas siempre han estado ahí y no nos han preocupado años atrás. ¿Ahora si?
ResponderEliminarLos invencibles siempre estuvieron ahí, es curioso, nada ni nadie consigue hacerlas desaparecer... a pesar de que todos lo intentan. Unos quieren convertirlas en seres invisibles... otras rescatarlas... otras matarlas de miseria... pero nadie parece tener el éxito suficiente.
EliminarAbrazo
No me duele la indiferencia de la gente, ya no. Tampoco me duele que a la poca gente que he intentado preguntar, ahora me ignore. Lo que me duele es el frio, no el de las mañanas solitarias ni el de las largas noches congestionadas de soledad y lagrimas. Lagrimas secas que no resbalaran por ninguna megilla. Lo que me duele es el frio de los corazones que laten hacia dentro.
ResponderEliminarNos cargamos de razones, como chiquillos que pegan pegatinas en su camisa de domingo y salen a la calle luciendo su ultima adquisicion, su ultima pegatina, su recien aprendido argumento, tragado y engullido sin siquiera masticar. Nos hemos hecho tan vegetativos que ya ni digerimos las noticias precocinadas. Asi nos ha ido, asi nos va, asi nos habrá de ir.
Seguramente Ana tuvo una casa, como tu, como yo, como el. Y seguramente tuvo un trabajo, y hasta seguridad social. Y quizas a veces los domingos iva a ver a su madre y le llevaba un regalo. Claro antes de caer enferma, pero no cayó enferma de lo que cura la pastilla, de lo que esta enferma es de sociedad.
Anonimamente, Amborkis.
Bien pensado... ya que últimamente las palabras significan lo que nos da la gana, cambiemos el de la palabra "sociedad"... hagámosla sinónimo de enfermedad... que ya habrá tiempo de rectificar... si es que conseguimos motivos para hacerlo.
EliminarSaludo