Tan cortos eran sus pasos, tan pesado su ánimo, y tanto arrastraba los zapatos, que al caminar levantaba nubes de tristeza. Así llegó a la plaza, así entró en la vieja librería de siempre.
Dio un breve paseo entre las estanterías y no encontró nada nuevo. Lo mismo que de costumbre. Sin fuerzas para continuar, cuando estaba a punto de darse por vencido y marcharse a casa, se detuvo ante una gran mesa repleta de libros para ojear uno de ellos sin demasiado interés. Buscaba algo ligero, nada demasiado profundo. Ahora, más que nunca, se sentía dominado por esa habitual e imperiosa necesidad de dejarse llevar, de no pensar más de lo estrictamente necesario.
Los últimos meses de trabajo habían sido realmente agotadores. La atmósfera de la mina se había vuelto irrespirable, una viciada mezcla de humo, polvo, y mil alientos tan ahogados como el suyo. Su diminuta cabina en la excavadora parecía haberse hecho aún más pequeña, si no fuera una locura, diría que sus paredes se estrechaban día a día intentando aplastarle, exprimirle tal vez... cosas de su imaginación. Seguro que así era. Tantos años entregado en cuerpo y alma a aquél monótono trabajo tenían que hacer mella en el juicio de cualquiera. Estaba seguro de que un poco de lectura despejaría de su mente tan extraños pensamientos. Muy pronto, todo volvería a ser como antes.
Apenas sacó los ojos de entre las páginas, descubrió que había alguien más al otro lado del mostrador. Miró con disimulo, y comprobó que ese alguien ojeaba un libro igual al suyo. Un ligerísimo sentimiento de disgusto le llegó desde alguna parte, no supo por qué, ni siquiera de donde, y lo dejó correr. Comprobó algo más. Las manos de aquél desconocido eran increíblemente parecidas a las suyas, como lo eran sus brazos, su pelo, sus ropas, su cara, sus ojos...
Se atrevió por fin a levantar la mirada y creyó encontrarse ante un espejo, ante un duplicado de sí mismo, pero un duplicado imperfecto. Un pico de la camisa de su reflejo colgaba por fuera del pantalón. Tuvo la absoluta certeza de que no era un detalle casual, sino algo más bien premeditado. Creyó percibir incluso, cierto gesto de orgullo en aquél rostro gemelo. Dejó el libro en el estante y salió a la calle.
Tal era su estado de indolencia, que nada de lo ocurrido en el interior de la librería le afectó en lo más mínimo. Sabía perfectamente de lo insólito e inquietante que aquél encuentro había tenido. Suponía que cualquier otro en su lugar, habría salido corriendo a la calle gritando, espantado en busca de un policía o de un psiquiatra, pero él no hizo nada. Durante el largo camino a casa no dejó de pensar en ello, ni de preguntarse a sí mismo por qué había reaccionado de una manera tan fría ante tan extraño suceso, si su actitud no sería señal de algún tipo de problema, de una enfermedad tal vez.
Se topó con su mala conciencia, fue justo al doblar la última esquina, cayó a plomo sobre sus hombros, y le impidió dar un solo paso más. Supo entonces lo que debía hacer para librarse de tan pesada carga.
Aún a riesgo de ser tachado de loco, contaría lo ocurrido a las autoridades. Era lo más sensato. Hablar de ello le aliviaría, sería lo mejor, no quería que su experiencia imposible le persiguiera durante el resto de sus días. La desgana y el desinterés que ahora sentía le protegerían durante un tiempo, pero no demasiado, más pronto que tarde llegarían las pesadillas, en todas ellas tomaría el libro del estante y se enfrentaría aterrado a su imperfecto reflejo, lo haría noche tras noche, despertando a cada poco, empapado en sudor, delirando, hasta tener que confesarlo por pura y simple desesperación. Entonces todo sería mucho más complicado.
El estado se ocuparía de investigar el asunto, los del ministerio mundial de seguridad e igualdad disponían de todo lo necesario para que aquella monstruosa locura no volviera a repertirse. La humanidad había alcanzado al fin, lo que siempre fue un sueño, y no podía tolerarse un sólo paso atrás.
La diferencia, esa perniciosa enfermedad del hombre antiguo, había sido erradicada siglos atrás, pero aún así, había que mantenerse alerta ante cualquier rebrote. Los derechos y la seguridad de diez mil millones de seres clonados debían ser defendidos a toda costa.
Recordó aquellas viejas palabras y su ánimo cobró fuerzas.
“Siempre iguales, siempre felices”
Imagen: Wari
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