-Que soy viejo, pero no idiota... vosotros, todos chorizos y drogadictos... siempre con vuestro rollo de angelitos que vienen de vez en cuando a limpiarnos las babas a nosotros los viejecitos. ¡Que yo hice una guerra chaval! ¡Que el día que naciste yo ya llevaba quinientas peleas! Maricones de mierda, eso es lo que sois...
-No debería hablar así señor, sobre todo a quien le ayuda desinteresadamente. Yo y mis compañeros voluntarios sólo queremos echarle una mano, a usted y a todos los que no pueden valerse por sí mismos. Lo único que pedimos a cambio es un mínimo respeto.
-Ya, ya... y sigue, y sigue con ese chau chau. Venga hombre, que yo nací de noche, pero no anoche, que tú lo que quieres es robarme. A algo le tendrás echado ya el ojo, ¿a que sí? Pero vas listo mamón, a mí no me la pegas tú, ni treinta cómo tú. Habráse visto el desgarramantas este...
El anciano hizo un gesto con la mano y su bastón cayó al suelo. El joven se agachó para recogerlo.
-¡Suelta eso ahora mismo!
-Pero señor, yo únicamente pretendía...
-¡He dicho que lo sueltes!
Al levantarse de la silla de ruedas se maldijo entre dientes. No tenía las fuerzas necesarias para sostenerse y cayó de rodillas antes de que el joven llegara hasta él. Se sintió humillado. El intenso dolor en las articulaciones apenas le dejaba pensar, cuanto menos retomar una nueva retahíla de insultos. Pero la vergüenza no paraba ahí. Al caer de bruces, su dentadura postiza había salido despedida hacia alguna parte, su espalda le agradeció el esfuerzo con un lacerante espasmo, y en su entrepierna comenzó a dejarse sentir una familiar, cálida, y deshonrosa sensación.
El joven se arrodilló junto a él y le ayudó a darse la vuelta.
-¿Se ha hecho daño? ¿Se encuentra bien?
-¿Cómo coño voy a estar bien? Lo que estoy es bien jodido ¿Es que no se me nota? Seguro que hay muertos con mejor aspecto que el mío. Una buena muerte en lugar de esta mala vida, un infarto cortito... eso sí que estaría bien, ahora mismo lo firmaba.
-No diga eso hombre. No se venga abajo por tan poca cosa. Usted que ha peleado tanto y que ha hecho la guerra, no se va a rendir por un resbalón. Hágase a la idea que la guerra no ha acabado, tiene que luchar, ganarse cada día, vencerse en cada batalla.
-Esto no es una batalla chaval, esto es una jodida masacre.
-Vamos, vamos, que tampoco es para tanto. No parece que se haya roto nada. Ahora mismo le lavo y le cambio el pijama. ¡Ah! Y tenga, póngase los dientes.
El anciano tardó un buen rato en poder cerrar su boca desdentada.
-¿Quieres decir que me vas a...? ¿Vas a limpiarme la meada? ¿No te da asco? ¿Cómo puedes...?
-Soy un voluntario social. Hago esto todos los días y ya estoy más que acostumbrado. No hay problema.
-Pero tú eres un tío muy joven, seguro que no tienes ni los veinte cumplidos, estás en la flor de la vida... y vienes aquí a limpiarme los meados. ¿Cuál es el truco?
-El truco es que no hay truco. Simplemente un día te das cuenta de dos cosas, que hay personas que te necesitan, y que puedes ayudarlas. No en lejanos países, no al otro lado del mundo, sino a la vuelta de la esquina, en el piso de arriba... descubres que tienes un poco de tiempo que regalar y lo haces, sin darle más vueltas. Debería darse un poco de pomada antiinflamatoria en las rodillas, le aliviaría el dolor por el golpe y mejoraría de esa artritis.
-¿Pomada? Creo que se me acabó el mes pasado... No he salido mucho a la calle últimamente... Nadie me pregunta si necesito algo, y yo tampoco...
El anciano parecía aturdido, no ya por la caída, sino por el inesperado descubrimiento de lo que creía imposible. Un desconocido le prestaba su ayuda, sin pedir nada a cambio, sólo por el placer de ayudar. Era algo difícil de asimilar para alguien como él. Su vida había sido un constante pelear por cada migaja, por cada porción de miseria, desde niño, durante su juventud. Ahora en la vejez, muertas todas sus ilusiones, sólo le quedaba de su guerra perdida, una triste escaramuza a la que sobrevivir, un alargar los días y los pocos ahorros hasta la muerte.
-Venga, venga. Levante ese ánimo y no se preocupe por nada. Espéreme aquí sentado mientras bajo a la farmacia, en un par de minutos estoy de vuelta con la pomada.
-Espera chaval. Bien está que me ayudes, que me limpies las porquerías, pero no que todo esto te cueste dinero. Abre ese armario y busca unos calcetines, dentro de los rojos está el dinero, coge lo que cueste la dichosa pomada y algo más para que te subas del bar unos botellines y algo de picar. Charlaremos un rato mientras tanto, creo que me vendría bien... si no te importa.
-¿Cómo me iba a importar? Ya le he dicho que estoy aquí para ayudarle en lo que pueda.
El joven le hablaba de espaldas, entregado a la ardua tarea de encontrar un par de calcetines rojos en un enmarañado montón de ropa arrugada.
-Oye chico... esto... quisiera pedirte disculpas, siempre he sido un desastre en eso de entenderme con la gente. No sé si me explico... se me calienta la boca y a veces no sé lo que me digo. No veas los disgustos que me ha costado esta dichosa condición mía. El caso es que quisiera que no me tuvieras en cuenta todas las barbaridades que te he dicho antes. Es que este viejo es así... solamente bromeaba.
-Yo también –dijo el joven con voz amable.
Apretaba un puñado de billetes arrugados en la mano derecha. Con el pulgar de la izquierda, comprobaba el filo de su navaja.
Imagen: pezweb
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