Los del ministerio del ejército llamaban a su puerta. Más concretamente, estaban a punto de echarla abajo.
Decían tener ordenes de comprobar la existencia de determinado proyecto científico que el afamado profesor Lokovich, había iniciado cerca de un año atrás, y que en esos momentos, estaba a punto de concluir.
No se equivocaban. A falta de unas últimas comprobaciones, su máquina transmutadora de biocromos podría ponerse en funcionamiento esa misma noche.
Los primeros motivos de Locovich para emprender un proyecto como aquél, procedían de su más tierna infancia. De tantas y tantas lecturas en las que aventureros y colonizadores, por lo general de raza blanca, cometían todo tipo de fechorías sobre otros, por lo general, de raza negra. Renegó entonces del color de su propia piel, llegó a odiarlo de tal manera, que con frecuencia, y a pesar de las regañinas de sus sorprendidos padres, se teñía cada día todo el cuerpo con tinte oscuro.
Los motivos de los militares para arrebatarle su invento eran mucho más prácticos. Una máquina capaz de modificar a voluntad los fototipos que dan color a la piel podía llegar a ser muy útil en un campo de batalla. Convenientemente miniaturizada permitiría a un soldado llevarla consigo y asumir el color predominante del ambiente que lo rodease para lograr así, algo muy cercano a la invisibilidad.
Curiosamente, ahora que estaba a punto de cumplir ese singular anhelo infantil, Lokovich dudaba. Se obligó a dejar de escuchar los golpes en su puerta, y poder así reflexionar sobre lo que iba a hacer en los próximos minutos. Se dio cuenta entonces de lo absurdo de sus intenciones, la febril actividad y las muchas noches sin dormir que aquél proyecto trajo consigo, llegaron a nublar su sentido. Había trabajado duro y sin pausa para atrapar el sueño de un niño, ahora ese niño ya no estaba, sólo quedaba el hombre, el brillante y escéptico científico que sólo conservaba una última certeza: el ser humano era capaz de cometer todo tipo de atrocidades, no por causa de su origen, raza o condición social, sino por su propia naturaleza, por su humanidad.
Una vez asumida tal conclusión, ya no tenía sentido la idea de cambiar la tonalidad de su piel, eligiera la que eligiese sería de un color infame, manchado en el presente o en el pasado por ríos de sangre y terror. Quedó pensativo mientras esperaba que de un momento a otro, los militares irrumpieran en su laboratorio.
Sin querer pensar demasiado en lo que hacía, avanzó hasta el fondo de la habitación y abrió la portezuela del armario anti incendios, tomó el hacha, y regresó junto a su máquina. Calculó el punto exacto sobre el que descargar el primer golpe, acomodó el cuerpo para tomar impulso... y no pudo ir más allá.
No tenía la menor duda de que aquellos hombres iban a utilizar su invento con fines perversos, tantos como sus disminuidas mentes les permitieran, siempre lo habían hecho; pero sólo ellos serían los responsables, únicamente sobre sus conciencias recaería la culpa del mal que ocasionasen. Como en tantas otras ocasiones, cualquier tecnología militar terminaba quedando obsoleta, era entonces cuando sus beneficios revertían sobre los hombres pacíficos. Una simple cuestión de tiempo.
Contempló su creación una vez más, paseó los dedos entre los controles, acarició con mimo la gran rueda que seleccionaba cualquier tono de color entre todos los posibles. Sonrió divertido al imaginar el extraño aspecto de un hombre malva, lo seductora que podría ser una bella dama color rojo carmín, un bebé cielo azul... lo hermoso de una humanidad teñida de un millón de matices distintos, la poca importancia que con el tiempo se daría al color de la piel. Sería una simple cuestión de gusto, como elegir el color de la bufanda. Que él supiera, nunca nadie odió a otro por eso.
La puerta se vino abajo con gran estruendo, y un grupo de soldados armados entró a la carrera para repartirse por todo el laboratorio. Algunos de ellos no cesaban de gritar ordenes incomprensibles que nadie parecía entender. Tras largo rato de exaltadas discusiones, llegaron a la conclusión de que la parte más importante de su misión había sido un completo fracaso. Tenían la máquina en su poder, pero el profesor Lokovich había escapado.
El que los mandaba no cesaba de maldecir en todas direcciones, si no era capaz de encontrar una explicación razonable a lo ocurrido corría el riesgo de ver terminada su carrera como militar. Un hombre había salido sin ser visto de una habitación sin ventanas y una sola puerta vigilada por una treintena de soldados fuertemente armados. Nadie lo entendería, ni él mismo podía. Deshonor, oprobio, escarnio, vergüenza... esas y otras voces parecidas estallaron de repente en interior de su cabeza, tan terrible peso le obligó a apoyarse en la máquina, muy cerca de la rueda de selección de color que en ese momento marcaba la palabra “TRANSPARENTE”
Image: chuchi carmelo
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