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miércoles, 12 de mayo de 2010
Y TIENE TUS OJOS
Eran la pareja perfecta. Jamás discutieron, ni una sola vez, ni de novios. Eso no quiere decir que no tuvieran opiniones distintas sobre cualquier cuestión, en realidad casi nunca estaban de acuerdo en nada, al menos al principio. Lo que ocurría es que casi siempre encontraban un punto en el que coincidían y hacían de ello lo más importante... y cuando no lo encontraban, simplemente lo olvidaban. Ese era su secreto.
Cuando él insistía en salir para disfrutar de una excursión campestre, ella porfiaba en quedarse en la ciudad para pasear un rato por las calles... y terminaban abrazados en un parque.
En esos términos transcurrió su maravillosa vida en común, hasta que cierto día, ella dijo que iban a tener un hijo.
Él encontró mil razones para no dar un paso tan importante como ese. Su trabajo no iba todo lo bien que debiera, el gasto extra que un bebé supondría sería imposible de afrontar por su maltrecha economía, no disponían de espacio suficiente en su pequeño apartamento de un solo dormitorio, y lo más importante, ambos sabían de lo excepcional de su relación, no conocían a nadie con tanta felicidad en sus vidas. ¿Por qué alterar algo tan precioso y delicado? ¿Por qué en ese momento? Eran muy jóvenes aún, el paso de unos años seguramente les haría incluso ser mejores personas, y por lo tanto mejores padres.
Ella sólo encontró una. Necesitaba ser madre.
Nada la haría más feliz que una preciosa niña... porque sabía con toda certeza que sería una niña. Era algo que anhelaba desde hacía largo tiempo, y no era un secreto, es que nunca encontró el momento adecuado para hablar de ello.
Por primera vez llegaron los reproches, y tal vez por ser la primera, llegaron en desbandada. Él la acusó de irreflexiva y caprichosa, ella le echó en cara su falta de comprensión hacia una necesidad tan íntima e irrefrenable.
Algo turbio y amargo comenzó entonces a tomar forma entre ellos. El nivel de las reprobaciones fue descendiendo con el paso de los días y se hicieron cada vez más triviales: la sal que ella le ponía a las comidas, la tapa del retrete que él siempre dejaba levantada, los insoportables ronquidos de ella, la irritante tos seca de él... hasta que todo se redujo a un par de puntos concretos.
Él siempre había soñado con instalar un gran acuario marino en casa. Desde niño se había sentido fascinado por uno que había en la tienda de animales frente a su portal. Era algo casi mágico, un pedazo de ese maravilloso mundo de aguas transparentes e ingrávidas, habitado por pequeñas criaturas semejantes a ángeles. La sensación de paz que aquello le transmitía era inmensa, imposible de ser explicada a los demás. Tener permanentemente algo así frente a su sillón favorito, sería como dejar siempre abierta una ventana al paraíso. Ella la cerró. Él creyó olvidarlo.
Si no tenemos espacio para un acuario, cuanto menos para un hijo.
Si comparas algo como un acuario con un hijo, es que has perdido el juicio.
Si no respetas mis sueños, no me pidas que respete tu falta de sensatez.
Si nuestro hijo es una falta de sensatez, tus sueños son infantiles y ridículos.
Si mis sueños son ridículos, no sé como llamar a tu imprevista locura maternal.
Si crees que estoy loca por querer un hijo, tú no estás mejor por querer un pez.
Si nunca quisiste cuidar de un simple pez, no estás preparada para cuidar de un hijo.
Si vuelves a comparar a mi hijo con tu pez, no volveré a dirigirte la palabra.
Si eso es lo que deseas, no seré yo el que te obligue a lo contrario.
Y aunque se seguían queriendo como el primer día, los siguientes nueve meses de embarazo transcurrieron en silencio, en medio de uno de los silencios más dolorosos del mundo.
Una mañana ella rompió aguas. Él recibió una llamada en la oficina, por un momento se quedó sin palabras, y nada más colgar, saltó por encima de la mesa de su despacho y bajó las escaleras de tres en tres. Al llegar al hospital las subió de cuatro en cuatro. Una vez llegó a la sección de maternidad, el sombrío rostro de una enfermera se lo dijo todo, no necesitó escuchar sus palabras. Habían surgido serios problemas en el parto.
Le obligaron a sentarse, a intentar serenarse, pero él no podía escuchar. Su cabeza bullía en remordimientos. Si algo la ocurría, jamás podría perdonarse. Había sido un estúpido, un ciego estúpido que tiraba su felicidad por los suelos. Un tonto egoísta que había despilfarrado meses y meses de su vida junto a la mujer que amaba mientras esta le preparaba un regalo, un regalo maravilloso y extraordinario que él se había empeñado en despreciar con absurda tozudez. Tal vez fuera culpa suya lo que ahora ocurría, seguro que lo era. Tal vez fuera ya demasiado tarde... dolía tanto, que no pudo ni pensar en ello.
Entonces se oyó un grito tras la puerta del paritorio. Un par de celadores llegaron a la carrera desde el fondo del pasillo. Voces alarmadas, urgentes. Alguien empezó a llorar. Un ruidoso y continuo trastear de cosas metálicas. Más médicos entrando y saliendo, más gritos, más ordenes, más llantos, y al fin, calma... aunque una calma extraña.
Habían pasado horas... ignoraba cuantas... no podía esperar más... avanzó hasta las puertas abatibles y las empujó con cuidado. La sala estaba repleta de hombres y mujeres dándole la espalda, nadie le prestó atención, y su corazón se contrajo de pura angustia. Imaginaba lo terrible que le podía esperar al otro lado de aquél muro de batas blancas, no quería saberlo, pero sus pies opinaron lo contrario, y le llevaron por sí solos.
Se miraron a los ojos. Supo entonces que todo lo malo había pasado para no volver. Ella estaba demacrada, sudorosa, con los párpados enrojecidos por el dolor y las lágrimas, pero era feliz... lo era como nunca antes lo había sido. En sus brazos descansaba un paño blanco y hueco que dejó caer para señalar con el dedo hacia una gran mesa. Sobre ella había un gran contenedor de cristal lleno de agua donde nadaba un ser imposiblemente hermoso... hermoso y radiante... mitad niña y mitad pez.
-¿A que es preciosa nuestra sirenita? Y tiene tus ojos...
Imagen: khana_kusi
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