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jueves, 26 de mayo de 2011

BILBAO, TRIBUNAL, GRAN VÍA... LIBERTAD

Toda una vida a la sombra de la Puerta del Sol.
Esa Plaza con forma de abanico siempre ha sido un poco mía, la glorieta o el parque que todos tenemos a la vuelta de la esquina, ese lugar que ni es propio ni es ajeno, a medio camino entre nuestra casa y todo lo demás.
Pero desde hace una semana algo ha cambiado. La Puerta del Sol ya no está allí afuera, de buenas a primeras se ha convertido en la habitación del fondo, y los cincuenta metros que me separan de ella en un corto pasillo que ya recorro, sin vergüenza, en ropa de andar por casa.

Empiezo a preocuparme.

Otra vez me descubro deambulando entre un laberinto de tenderetes construidos con los restos de algún naufragio, entre jóvenes y no tan jóvenes, entre gente yendo y viniendo a la llamada de “se necesitan dos voluntarios en infraestructuras”.

Sigo caminando, sin tener la más remota idea de como he llegado allí, preguntando a un agotado desconocido si necesitan algo con urgencia. Apenas me presta atención, está sumido en lo profundo de un orden que no comprendo, hablando con cinco personas al tiempo, repensando una vez más sobre dónde deberían estar colocados los extintores, las enfermerías, los urinarios portátiles, los generadores de corriente, el lugar más adecuado en el que celebrar las asambleas...

He dado una vuelta completa a la plaza y sin quererlo he regresado a donde empecé. Estoy sudando.
El calor ha llegado para tomar lo que siempre fue suyo. Al fin y al cabo esta plaza es la representación de toda plaza Castellana, un silencioso secarral abrasado por el sol y sin el menor rastro de sombra.
Toldos, de lona, de plástico, las velas del barco encallado en medio de la plaza, retales de cualquier cosa y un entramado de hilos para darle forma.

“COMISIÓN DE DOCUMENTACIÓN” Leo en una cartulina blanca clavada a un poste. En el interior, seis metros cuadrados, cinco personas y ninguna sentada, cuatro ordenadores portátiles, tres estantes repletos de papeles, dos mesas repletas de todo, y un aviso rotulado en la pared de lona: “SI TE SIENTES IMPRESCINDIBLE, ES QUE HA LLEGADO EL MOMENTO DE MARCHARTE A CASA”

El ambiente se hace irrespirable, mis pulmones no están hechos para asumir semejante saturación de fraternidad y sentido común. Necesito de mi cotidiana mezquindad, del egoismo y la competitividad a la que ya estoy acostumbrado. Por eso huyo.

Ya fuera del campamento, en una calle cercana, me topo con un grupo de jóvenes sentados en el suelo que escuchan las palabras del único que está de pie.
Me acerco despacio, con la indiferencia del espía, se trata de una asamblea de la comisión de respeto.
Son los encargados de recordar las obligaciones y deberes que afectan a todo participante del movimiento.
Limpieza, cuidado del mobiliario urbano, eliminación de pintadas, así como evitar la exhibición de símbolos excluyentes o cualquier tipo de siglas que contradigan esa identidad "apartidista" que el movimiento proclama. Esta comisión es también la encargada de recordar la necesidad de no beber alcohol en la plaza, para que de ese modo no pueda utilizarse la legislación 'anti-botellón' como pretexto para una intervención policial.

En ese momento se comienza a debatir sobre la actitud a tomar con respecto a los carteristas que cada día, acuden al olor de la multitud.
Mientras contemplo asombrado el pelo de uno de aquellos muchachos (algo parecido al desastre resultante de una melena de estropajo malpeinada con la llama de un mechero) me asombro de la sensatez de un chico rubio que sugiere la posibilidad de retener al carterista y después llamar a la policía que patrulla por los alrededores de la plaza.
Unas manos abiertas se alzan en el aire sacudiendo los dedos en señal de aprobación. Otras se cruzan por las muñecas para todo lo contrario.
Un muchacho medio tumbado contra un escaparate rebate la propuesta argumentando que esos carteristas suelen reaccionar muy mal ante el contacto físico, y que eso podría derivar en una situación de violencia. Añade además, el relato de su propia experiencia durante esa misma mañana, y mientras lo hace, unos puños cerrados empiezan a girar sobre si mismos para que no se alargue demasiado.
Interviene entonces el chico del pelo calcinado para decir que todos olvidan algo importante. Que esos carteristas llevan muchos años en esa plaza, muchos más de los que ellos han vivido, y que por lo tanto no es del todo justo que se vean empujados fuera de su “territorio”
Añade además, que la suya, es la comisión de respeto y que por lo tanto, eso implica respetar e incitar el respeto hacia toda actividad y expresión no violenta. Continua diciendo que en realidad, su misión consiste, en hacer desaparecer la propia comisión de respeto por innecesaria, que entonces deberán pensar en crear la comisión de la comprensión, y finalmente la del amor, pero que el camino para conseguir todo eso no es emprender acciones que buscan nuestra protección preventiva ante un daño eventual porque eso conlleva a la necesidad de sentirse seguro, después a la de controlar, y a continuación a la de reprimir todo aquello que parezca inconveniente o sospechoso de serlo. Propone en cambio, que nada más ser detectado el primer carterista todos se pongan a silbar y se lleven la mano al bolsillo.
Una jovencita morena y bajita comienza a saltar puesta en pie, agitando en el aire sus manos, fue la primera, todos los demás alzaron también las suyas, y justo en ese preciso momento, conseguí tragar saliva.

Me marché a casa, desandando el corto pasillo que conducía hasta mi cama. Ya había tenido bastante de eso que creía no existir.

Si fuera más valiente no saldría nunca de ese maravilloso caos.
Si fuera menos cobarde lloraría de emoción.
Si como dice Sampedro, la libertad es una cometa que vuela gracias a esa cuerda atada al suelo que se llama responsabilidad, la Puerta del Sol es hoy una maraña de cometas y cuerdas, tan densa y palpitante como la vida misma, la de verdad.

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