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domingo, 25 de abril de 2010

DON MUERTE

Vino al mundo con la muerte de su madre, envuelto en sangre, y una extraña marca de nacimiento. Un antojo oscuro y siniestro en forma de calavera que señalaba el lugar donde debería haber habido un corazón.

La santera que lo crió, supo enseguida de su destino e hizo todo lo posible para que este se cumpliera. Se dijo que ella misma le bautizó en una misa negra con el nombre de Plutón, que lo cubrió de ensalmos para protegerlo de sus enemigos, que por las noches lo amamantaba con vinagre para que en su rostro siempre hubiera un gesto amargo.

Dejó de ser niño con su primer trabajo, fue a cambio de un batido de chocolate. Dejó de ser pobre con el segundo, fue por un televisor viejo. El tercero fue sólo por dinero.

Después mató a cientos, lo hizo sin odio, sin alegría y sin tristeza, siempre por negocio. A todos los tenía apuntados en un viejo cuaderno de pastas grises. Con sus nombres, sus fechas, sus últimas palabras...

A pesar de su vida solitaria, de su carácter austero y temperado, en el arte de matar siempre fue creativo. A menudo se vestía con una prenda igual que la de su víctima, a veces era la chaqueta, otras la camisa, otras el sombrero. Estaba convencido de que cuando uno ve que alguien lleva su misma corbata, por alguna extraña razón, nunca le mira a la cara; como si quisiera hacer invisible a la molesta coincidencia, y eso era algo más que conveniente para un asesino.

Algunos encargos le llevaron algún tiempo y alguna cicatriz de más, pero todos fueron cumplidos sin excepción. De todo se repuso y nunca guardó rencor, muy al contrario, agradecía a su suerte cada mala experiencia porque eso le obligaba a ser más cuidadoso, más eficiente.
Para Plutón, lo importante era saber dar con el ritmo adecuado de cada trabajo, a veces precisaban de la paciencia de una araña, otras de la rapidez de la serpiente, por medio, una infinita variedad de matices.

Siempre tuvo presente la máxima de todo asesino: “El poder no está en tamaño del arma, sino en la entereza del espíritu, en conservar la calma cuando todos gritan asustados, en atacar una sola vez y matar de un sólo golpe”

Con todo, se tenía por un hombre de principios y también tenía sus propias reglas: “Nunca a una mujer embarazada. No robar a las víctimas. No trabajar con otros. No hacer un servicio sin cobrar antes. No matar cuando la presa duerme. Tampoco cuando reza”

Pocos le llamaban por su nombre, la mayoría le conocía por el apodo que sus satisfechos clientes le dieron. A los cuarenta años su reputación ya abarcaba todo el país. El asesino por excelencia, venerado y temido, una leyenda de la que siempre se hablaba en voz baja, pero sin rastro de odio. Nadie queda resentido con una tormenta, o con el rayo que lo parte, y Don Muerte era exactamente eso, una fuerza de la naturaleza que sin malicia, hacía simplemente aquello que tenía que hacer.
Un día conoció a Demetria.

Una mujer menuda, rechoncha y alegre se enamoró del espigado y taciturno Plutón, y Plutón se enamoró de ella. Ocurrió como ocurren esas cosas, sin razones ni motivos, pero con la irresistible fuerza de lo que es imposible.

Quiso cambiar de vida, de alma si era preciso. Todo con tal de no perderla. Se juró que todo iba a ser distinto, e hizo cosas que nunca imaginó que haría. Compró una bonita casa y dejó su pasado afuera. Puso unas cortinas floreadas en las ventanas de la cocina, pintó la valla del jardín de color azul claro e inventó la vida de un aburrido contable, un solicitado especialista en liquidaciones y finiquitos. Invirtió los ahorros de tantos años para que nunca nada les faltara a sus hijos, y prometió que a partir de entonces solamente habría dos personas en su mundo, Demetria y Plutón. En eso también mintió. Pronto llegaron dos niños, dos copias de sus padres, pero dos copias descabaladas. María era una niña rolliza y de mirada sombría, Juanito un chico enjuto y bonachón.

Apartado por completo de su pasado, incluso llegó a creerse capaz de olvidar y a partir de entonces, ser otra persona, ser solamente Plutón, pero Don Muerte nunca se fue del todo.

Cada noche, el asesino implacable que fue, le arrastraba hacia la misma pesadilla, y en ella, sus muertos comenzaban a salir de las tumbas. El suelo que pisaba se convertía en un escalofriante e inmenso sembrado del que brotaban millares de manos esqueléticas, polvorientos cráneos de cuencas vacías mirando en una sola dirección. Él los pateaba furioso, les ordenaba a voz en grito que volvieran a la tierra, lo hacía con todas sus fuerzas, pero tantos eran, que terminaban siempre por escapar de sus fosas. Entonces la multitud de cadáveres tomaba el camino hasta su casa, la rodeaban, y llamaban a la puerta. Demetria y sus hijos la abrían, y Plutón les perdía para siempre.

De día, y a pesar de sus raras costumbres, su vida transcurría con relativa normalidad. Demetria nunca le reprochó que visitara tanto el cementerio, ni que para matar el rato, se sentara sobre las lápidas para mantener animadas conversaciones con los difuntos. Tampoco que los domingos, a la vuelta del parque, comprara siempre a los niños un par de matamoscas en lugar de los molinillos que estos le pedían entre lloros. Ni siquiera que en las fiestas de cumpleaños de los pequeños no hubiera nunca globos o serpentinas, sólo matasuegras.

Aún así eran felices, o al menos lo fueron hasta que un nefasto día, los niños encontraron un polvoriento cuaderno gris en el desván. Entre sus páginas descubrieron lo abominable del mundo, lo que nunca imaginaron posible y sus espeluznantes detalles, el diario de un monstruo sanguinario. No podían creer que su amantísimo esposo y padre fuera la misma persona que había asesinado a todos aquellos hombres, mujeres y niños. Los muertos de Plutón habían salido al fin de las pesadillas y se llevaron a su aterrorizada familia muy lejos.

Les buscó durante años, y a medida que buscaba, la sensación insoportable de no volver a verlos se fue cociendo a fuego lento en lo más hondo de sus entrañas, tanto y tanto, que un día estalló en llamas. En ese momento, Plutón ardió, no quedaron más que cenizas, y ante tal oportunidad, ese espacio comenzó a ser ocupado por su otro él.

Se culpó a sí mismo, a la mala suerte, a su torpeza imperdonable, después culpó al destino, al mundo entero, a dios... y fue entonces, cuando ya no le quedaron inocentes, cuando la idea de la venganza comenzó a tomar forma. Si no se le permitía ser un hombre corriente, se dejaría llevar, nadie podría pedirle cuentas por las posibles consecuencias. Gracias a una diaria aplicación de ese bálsamo negro, la pena dejó de doler. La ira se hizo con todo. En muy poco tiempo, su sordo impulso se volvió irresistible, ilógico, y terminó por derramarse en todas direcciones. Ni siquiera pudo elegir a sus víctimas, la casualidad lo hizo por él. Una noche, un corto paseo en coche, una calle, un rótulo luminoso de color sangre, y una puerta entreabierta ofreciéndole un lugar repleto de rostros desconocidos e indiferentes, de vidas por segar. Don Muerte no necesitaba mucho más.

Al ir a entrar, un gigante con voz de trueno salió de la oscuridad, y se plantó ante él. Apenas escuchó lo que decía. El brillo metálico del bolígrafo que le sobresalía del bolsillo de la chaqueta, sólo eso le interesaba. No hubo una sola palabra de por medio, con un rápido movimiento y una destreza casi sobrenatural, le arrancó el bolígrafo del bolsillo para clavárselo en el oído. Apenas sobresalía su extremo. De no ser por el blanco que le llenaba los ojos y el fino hilo de sangre pegado a su mejilla, cualquiera podría haber visto en aquél gigante a otro borracho de tantos dormitando contra la pared.
Don Muerte ni siquiera levantó la mirada, su entrenado instinto le bastaba para estar seguro de que nadie le observaba. Palpó la chaqueta del cadáver y sonrió sólo para sus adentros. El gigante llevaba encima una pistola de pequeño calibre y una espléndida navaja que nunca más iba a usar. Con un arma en cada mano, respiró hondo, y tomó posesión de un reino largamente añorado. Sus presas estaban dispuestas, repartidas por todo el local, y él no podía hacerlas esperar.

Nadie le molestó mientras asesinaba a las quince personas que había en el interior de aquél club de carretera. Al poco de comenzar, se tomó la molestia de cerrar la puerta por dentro y cortar las tomas de luz y teléfono. Los primeros fueron piezas realmente sencillas, corriendo alocadamente entre la penumbra, ansiosos por llegar hasta sus manos, demasiado fáciles para su gusto. La mayoría le esperaron pacientemente en los reservados, sentados sobre el borde de la cama, con las ropas arrugadas entre las manos. Nunca dejaba de sorprenderle aquella dócil actitud que siempre terminaba por aparecer en todas sus víctimas, en los mansos y en los luchadores. La serena resignación que asomaba de repente a sus caras al mirarle a los ojos, al comprender que había llegado su hora.
Sólo una fue algo distinta. Aquella mujer oscura apoyada en la barra, muy cerca de la entrada; la que murió con la expresión atónita de quien recibe una broma incomprensible, esperando que en el último aliento, alguien le mostrara el truco secreto que lo aclarara todo. Pero la explicación nunca llegó. La mató como a los demás. Eligiendo el modo más eficiente. Con la pistola a unos, a otros con la navaja, con una botella rota, con un pedazo de cable, con sus propias manos... con indiferencia y sin la más mínima inquietud.

A la mañana siguiente despertó en su cama, aún vestido y cubierto de sangre, sin estar seguro de haber tenido una espantosa pesadilla, rogando por que así fuera. Don Muerte parecía haberse retirado a descansar tras su último y sangriento banquete, ahora Plutón volvía a estar solo con sus recuerdos, con los fantasmas de Demetria y sus hijos, con el peso de una culpa que le aplastaba contra las sábanas y le impedía respirar.

Las imágenes de las personas que había matado la noche anterior se habían sumado a todas las demás, y juntas, giraban ahora en su mente, grabadas a fuego y abrasándole el alma. Pensó que ningún infierno sería peor que aquella tortura, y estaba dispuesto a comprobarlo.
El suicidio, no podía imaginar otra salida.

Era preciso aprovechar cada minuto de aquello sólo semejante a la lucidez. Saltó de la cama y fue en busca de la pistola, empuñó la culata con ambas manos, se metió el cañón en la boca, apretó los ojos y el gatillo a un tiempo, pero nada ocurrió.

Estaba encasquillada. Plutón gritó furioso, sus armas nunca fallaban, nunca a él. Quitó el cargador y lo golpeó contra la pared, sacó las balas una por una, también la de la recámara, y resoplando satisfecho, volvió a cargar la pistola. Con ella apuntándose a la sien, apretó de nuevo el gatillo, lo hizo una docena de veces, y cuando ya no fue capaz de soportar ni un solo “clic” más, la dejó sobre la mesa. Entonces rompió a llorar.

Al día siguiente, bien temprano, cogió su coche y tomó la carretera de la costa. Ya anochecía cuando regresó a casa, caminando a duras penas, agotado, con la ropa hecha jirones, aterido de frío, magullado, buscando casi a tientas la cama deshecha y sucia. En sólo unas horas, se había suicidado unas diez veces, o al menos eso había intentado.

Eligió un profundo precipicio, contra sus pies de roca restallaban poderosas olas, era el lugar perfecto. Se arrojó sin pensarlo, ansioso por romperse en mil pedazos contra el batir del agua y las afiladas peñas, imaginando sus restos, los despojos del monstruo que ya no volvería a ser.
Despertó con un doloroso golpe de tos y vomitando una espuma sucia y salada. Todavía aturdido por el tremendo impacto contra el agua, se palpó la cara y el pecho sin poder creerlo. Una ola había cubierto en el último instante las rocas contra las que iba a estrellarse, y le había devuelto a la orilla. Rugiendo por la ira y el esfuerzo, trepó por el acantilado y se encaramó de nuevo al borde. Nada más poner un pie en él, volvió a lanzarse al abismo, en esta ocasión sólo se partió un labio. Las siguientes intentonas terminaron por consumir su ánimo. De sus denodados esfuerzos por quitarse la vida, tan sólo consiguió una infinita variedad de pequeñas heridas, un dedo roto, y un insufrible dolor de espalda.

Después de eso, por culpa o gracias a su desesperación, comprendió que por más que lo intentase todo sería inútil.

Volvió a su casa. Volvieron los muertos.

Cada noche le acompañó uno de ellos, sólo uno y distinto cada noche. Todos le hablaron, con detalle y con pena, pero sin reproche, de la vida que perdieron a sus manos. El último de todos fue la mujer oscura del club de carretera, esa no tenía una vida que contar... pero a cambio, le reveló un secreto.

“La idea que los vivos tenéis de la muerte, es una idea equivocada. Esa parca no existe, no como una sola, sino que cada cuál tiene la suya. Un ángel negro para cada hombre y un hombre para cada ángel negro. Siempre ha sido así”

Ella esperaba por Plutón apoyada en la barra, muy cerca de la entrada, dispuesta a dar fin a su existencia, pero Plutón ya no era Plutón, sino Don Muerte. Por eso la sorpresa de su cara, por eso no pudo llevárselo, ni explicarle... y por eso la mató. Ahora, con su propia muerte muerta, sólo le quedaba aceptar el terrible castigo por su crimen.
Vivir para siempre.




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