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sábado, 24 de abril de 2010

EN SILENCIO

Nunca. Era la última vez y no había más que hablar. Lo ocurrido era la prueba definitiva de lo mucho que perdía en aquella extraña relación con seres que, en realidad, siempre le resultaron ajenos en todos los sentidos.

Aquella noche se prometió a sí mismo zanjar de una vez por todas sus diferencias, acabar por fin con la insana costumbre de discutir por discutir. Ellos ya eran todos. Sus padres, sus hermanos, sus profesores, incluso sus propios amigos, ninguno entendía su postura. Todos habían conseguido llegar a convertirse en seres tan presuntuosos como irresponsables, personajes grotescos y obtusos que jamás comprenderían sus razones.

Había sufrido mucho hasta llegar a la conclusión de que le resultaba imposible mantener por más tiempo cualquier conexión con los que le rodeaban. El sentido común parecía haber huido espantado del planeta, seguramente en busca de otros más racionales. En este ya no quedaba espacio más que para el egoísmo y la hipocresía, lo absurdo y lo insulso. ¿Por qué habría él de plegarse a tales cosas? ¿Obligarse a mirar sin ver? ¿Por qué insistían todos en ser tan familiarmente extraños? Desechó la idea un segundo después. El extraño era él. Extraño entre muchos seres diferentes e iguales en lo insoportable.

No pensaba regresar al comedor, permanecería en su habitación hasta que todos se hubieran marchado, les concedía ese último favor, así podrían criticarle sin ser molestados.

Cogió una silla y se acercó a la chimenea. Sentarse a contemplar el fuego siempre le relajaba, y ahora lo necesitaba más que nunca. Quiso avivarlo, buscó a su alrededor, y encontró un par de elegantes atizadores. Tomó uno y hurgó entre los rescoldos hasta que la llama mortecina cobró un nuevo vigor.
Tras la puerta cerrada escuchó un rumor de voces, eran también rescoldos, restos aún humeantes de la hoguera en que se había convertido la gran cena familiar. Entonces alguien giró el pomo y comenzó a empujar la puerta, muy despacio y sin llegar a abrirla del todo. Tras ella surgió el rostro de su padre. Antes de entrar en la habitación miró al suelo, se llenó de aire, y lo soltó con lo que parecía un profundo cansancio, tal vez simple arrepentimiento.

Tomó otra silla y se sentó cerca de él. No hablaron. El resquemor era todavía demasiado intenso, pudiera serlo ya para siempre. De reojo, descubrió que su padre también se había hecho con un atizador, uno exactamente igual al suyo, y que como él hiciera antes, lo usaba para hurgar entre las llamas, pero de una manera distinta, intentando más bien, sacar del centro de las llamas un grueso tizón incandescente. Al poco de estar apartado del fuego, su brillo perdió fuerza, el color de su calor cambió, casi de inmediato, del deslumbrante anaranjado a un azul mortecino que se apagaba a ojos vista.

Tampoco entonces hubo palabras, los dos continuaron encerrados en sus silencios, contemplando fijamente el humeante y negro carbón en que se trasformaba lo que fué brillante ascua. Entonces su padre alargó de nuevo el brazo, y con la punta del hierro la devolvió otra vez al fuego para que recobrara su rojo vivo. Después giró la cabeza y le miró como se mira a quien se cuenta un gran secreto. Dejó el atizador junto a la chimenea y se levantó para salir de la habitación. Esta vez no cerró la puerta tras de sí.






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