Ángel siempre ocupaba el mejor sitio de toda la clase, un reluciente y amplio pupitre junto a la ventana. Desde allí, y sin dejar de atender a las explicaciones de la maestra, podía contemplar las montañas, respirar el suave aroma primaveral que la brisa arrastraba a su paso entre los bosques.
Nunca reclamó tal privilegio para sí mismo, cada primer día de curso, y por riguroso sorteo, se asignaba el puesto de cada niño. Su suerte era sólo un ejemplo más de cómo la fortuna recompensaba al alumno más aplicado, al ejemplo a seguir por todos en aquella escuela.
Padres y profesores hablaban y no paraban de sus muchas cualidades, de su inteligencia, de su entrega en los estudios, así como de su generosidad sin límites. Ángel era un ser que irradiaba sólo cosas buenas, y en todas direcciones. Como era de esperar, su polo opuesto nunca estuvo muy lejos.
Lucio parecía haber nacido para hacer el mal. Cada sorteo le deparaba un lugar al final de la clase, una destartalada mesa y un viejo banquillo, en el rincón más sombrío y frío, bajo una permanente y goteante humedad que nunca se terminaba de reparar.
Permanentemente ocupado en ajustar cuentas con el resto de la humanidad, no desaprovechaba la menor oportunidad de hacer daño a los demás. Odiaba por odiar, mentía para herir, envidiaba sin razón, maldecía por placer, robaba sin necesidad, y jamás abrió su corazón.
Los dos eran muy buenos en lo suyo... luego estaba eso otro.
Algo a lo que sólo algunos de sus compañeros daban crédito, cosas que para el resto eran poco más que habladurías de chiquillos. Pero la verdad era que en cierta ocasión, Ángel se había plantado en medio del patio, y simplemente agitando las manos, había espantado unas nubes negras de tormenta que amenazaban con estropearles el recreo. Todos lo vieron. No tantos eran los afortunados que habían probado alguna vez su “goma de borrar al revés”, un pedazo de borrador gastado que al frotar un papel hacía aparecer todas las palabras que un día se borraron sin querer.
Lo de Lucio era bien distinto. Nadie nunca le vio sonreír. Lo hacía en muy contadas ocasiones y siempre a escondidas, no fuera que alguien pudiera confundir aquella extraña mueca con un rastro de felicidad y llegara a contagiarse. Su sempiterno gesto agrio no abandonaba su rostro ojeroso ni cuando, con la punta de un clavo, escribía obscenidades sobre los capós de los coches, ni cuando robaba el cepillo de la iglesia, ni siquiera al echar cristales en el arenero de los párvulos, sólo al atar perros y gatos entre las vías del tren.
Cierto año, a la vuelta de las vacaciones, ambos se llevaron una sorpresa. El viejo colegio había sido reformado durante el verano y ya nada era igual, las paredes, las ventanas y los pupitres eran otros y estaban distribuidos de diferente manera.
El rincón oscuro y húmedo de Lucio quedaba ahora permanentemente iluminado por un enorme mirador. La ventana de Ángel había sido tapiada, junto a ella se apilaban restos de material y polvorientos escombros. Aquél mismo día, en el rostro de Lucio se dibujó la primera sonrisa lejos de las vías del tren, en el de Ángel, una siniestra mueca de rencor.
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