Había decidido decir adiós. No podía soportar por más tiempo su diaria tortura, eso que todos llamaban trabajo. Una dolorosa y humillante forma de hacerle ser como no era, de encadenarle a una silla a cambio de un sueldo que apenas le libraba del hambre.
Tampoco podía respirar por más tiempo la insoportable atmósfera de la oficina.
Permanentemente rodeado de lenguas venenosas, de miradas que se hacían acero para clavarse en su espalda. Sentía como algunos le robaban sin pudor hasta el último gramo de su energía vital, como otros intentaban constantemente manipular su conciencia, convertirle en uno más, en una especie de esclavo dócil y sin orgullo. De no conseguirlo, se conformarían con hacerle enloquecer. Ahora estaba seguro, ese fue siempre su plan.
Por eso estaba allí, con las puntas de los zapatos asomadas al borde mismo de la azotea del edificio. En ese preciso momento, el encargado de su sección estaría buscándole por los pasillos. Le imaginó entrando en cada despacho y lanzando furiosas llamaradas en todas direcciones, preguntando con su voz de trueno donde se encontraba su secretario más rebelde, ese al que, de una vez por todas, habría de enseñar el significado de la palabra “disciplina”.
Quería volar. Escapar para siempre, viajar hasta un lugar muy lejano de donde no pudieran obligarle a regresar. Una racha de aire tibio le susurró al oído que había llegado la hora, no le quedaba demasiado tiempo, a su espalda comenzaban a escucharse las pisadas apresuradas de los se creían sus amos. Cerró los ojos con fuerza, y sirviéndose de un leve impulso, se entregó al vacío.
Una leve sensación de vértigo le invadió entonces, la achacó a su mermado estado físico. Tantas y tantas horas seguidas en un cuarto cerrado bajo una luz mortecina, sin casi tiempo para malcomer algo frío y enlatado, cada día encadenado con el siguiente, durante años... nada de eso importaba ya. Era libre.
¿Quién podía ahora obligarle a hacer algo que no quisiera? ¿Qué significaban tantas humillaciones y sufrimientos en este momento?
Su cuerpo caía y caía, lo adaptó incluso para ofrecer menor resistencia al aire y ganar aún más velocidad. Su mente sin embargo había establecido su propio tiempo, uno algo más lento, y mucho más real. Gracias a ello pudo centrar su atención en los ventanales que iba dejando tras de sí, captar incluso los rostros que desde detrás de los cristales le contemplaban asombrados. Logró llegar a distinguir a los que caminaban por la calle, y entre ellos, la hermosa cara de una muchacha que ya alargaba los brazos en el aire intentando lo imposible, salvarle de su destino.
Le separaban muy pocos metros del suelo, aún así, dejó la mente en blanco durante aquellos preciosos segundos, permitió a sus instintos más primarios tomar el control, y abrió las alas.
Tomó entonces posesión de su reino, remontando el vuelo y ascendiendo majestuoso sobre grises vidas y edificios. Sobrevoló las calles hasta llegar a los límites de la ciudad, y una vez allí, sonrió burlón al dejar atrás un gran cartel que decía:
Bienvenidos a Villamutante.
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