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martes, 27 de abril de 2010

EL HOMBRE DE ARENA

Hacía ya mucho que permanecía inmóvil. El sonido de la última moneda en su taza de hojalata le había dejado anclado a una postura que no le resultaba demasiado cómoda, pero él se tenía por todo un profesional y aguantaría cuanto fuera necesario.

Cuando menos lo esperaba, llegó de nuevo el ansiado tintineo. Comenzó entonces la estudiada reverencia de agradecimiento a aquél desconocido espectador, esta vez un poco más larga, algo más lenta al abrir los brazos, estirar la espalda, y agachar la cabeza. No necesitó abrir los ojos, su entrenado oído le trajo una risa de niño asombrado y una voz adulta que no llegó a comprender.

Echaba de menos aquellas risas. Demasiados hombres estatua en las calles. Ya era difícil encontrar una buena esquina, más aún los rostros sorprendidos, y aún más las monedas. Últimamente eran sólo turistas los que se detenían a contemplar su trabajo, y como todo el mundo sabía, los turistas se paraban delante de cualquier cosa, el resto, ya apenas frenaban el paso.

-Debería esforzarme más –se dijo –Hacer algo que les impresione de verdad.
Pensó en ello durante el largo rato que le llevó a la siguiente moneda, y justo antes de que esta llegara, encontró la solución.

Su problema era una simple cuestión de convencimiento. Tenía que interpretar su papel con mucha más entrega, con una absoluta fe en aquello que representaba, convertirse en estatua de arena por dentro y por fuera. Esa era la clave para que su público le distinguiera de los demás artistas callejeros. Y puso el alma en ello.

-Soy de arena. Soy una figura de arena y no un hombre. Soy de arena, de arena, sólo de arena... –se repitió a sí mismo infinitas veces.

No pensó en nada más, y al cabo de un tiempo, creyó haberlo conseguido. Dos monedas casi seguidas resonaron en su taza. Le asaltó entonces algo más que un buen presentimiento. Estaba seguro de que su suerte había cambiado para siempre. Había descubierto el gran secreto, la técnica infalible que atraparía la atención de todo aquél que pasara por su esquina. Escuchó un murmullo frente a él, le acompañaba el resonar de pasos que se acercaban desde la otra acera. El rumor de unas voces entremezcladas le dio la gran noticia. No menos de seis personas se habían detenido frente a él, y estaba seguro de que ninguno era un turista. Quiso reír, gritar de felicidad, pero la fina capa de arena que le cubría el rostro se habría resquebrajado al menor gesto, y eso echaría a perder su actuación. No podía fallarles ahora que todo empezaba a ir bien, era un profesional que se debía a su público, por eso no le costó ningún esfuerzo el permanecer inmóvil.

Ahora sí que se sentía como un verdadero artista, pronto se convertiría en uno de los que tanto admiraba, los grandes y desconocidos genios del teatro callejero, el legendario hombre antorcha... la inolvidable mujer de dos cabezas... el gran minotauro de oro... Se imaginó actuando entre aquellos maestros y otros tantos, todos ellos regresaron del pasado y le prometieron su propio lugar en el Olimpo de los hombres estatua.

Aunque su taza seguía casi vacía, no le importó demasiado, ahora estaba llena de orgullo y confianza. Los calambres de la espalda y las piernas habían desaparecido, podría haber jurado incluso que se encontraba más cómodo y relajado cuanto más tiempo permanecía en la misma postura, así que decidió prescindir de la reverencia de agradecimiento por ahora. De ese modo, absolutamente quieto, transcurrieron las horas más felices de su vida, imaginando su taza de hojalata enterrada en monedas, y un paso más allá, una multitud que maravillada por lo que veía, amenazaba con cortar el tráfico de la gran avenida.

El hombre de arena flaqueó entonces. La tentación de ver con los ojos fue más fuerte que él, quiso abrirlos, sólo un poco, lo suficiente como para atrapar para siempre alguno de aquellos primeros rostros fascinados. Los primeros siempre serían los más importantes. No lo consiguió. Tampoco le extrañó. La emoción que sentía en esos momentos debía de haber humedecido sus pestañas y estas se habrían fijado a los párpados. Recordó un tanto decepcionado que alguna otra vez le había ocurrido algo parecido.

Quiso comenzar entonces con la parte más agradecida de su actuación, prestando vida a lo que aparentaba no tenerla. Un movimiento lento y estudiado con el que siempre sorprendía, daba las gracias al público, y de paso, descanso a su cuerpo agarrotado. Pero algo iba mal.

Cuando probó a alzar los brazos no pudo. Alarmado, trató de girar el cuello, mover sus dedos, y también le resultó imposible, estaba paralizado por completo. Aplacó la primera oleada de pánico con una buena cantidad de sentido común.

Hasta cierto punto era lógico que le costara recuperar la movilidad después de tantas horas en la misma postura. Eso, sumado a la inevitable tensión acumulada, por fuerza tenían que afectarle de alguna manera. Pensó entonces en tomarse un tiempo, dejar durante unos segundos su mente en blanco, alejar todo miedo, recobrar lentamente el control, respirar profundamente, visualizar cada músculo al relajarse y contraerse... y ni un sólo centímetro de su cuerpo respondió al intento.
Pidió socorro, lo pidió durante mucho tiempo, pero sus labios se negaban a abrirse, su garganta a articular sonido alguno. Ninguno de los espectadores pudo imaginar la angustia del hombre de arena mientras les suplicaba ayuda.

Entonces llegó lo único que podía despejar de gente la gran avenida. Un golpe de viento cargado de olor a lluvia barrió la calle, unas cuantas gotas hicieron el resto. El creciente repiqueteo sobre sus hombros, pasos alejándose con prisa, las ruedas de los coches en el asfalto mojado, todo le avisaba de la proximidad del desastre. Estaba a punto de ocurrir lo único que no podía ocurrir. La lluvia iba a echar a perder su disfraz de arena delante de todos, era el peor desastre imaginable, toda la magia se esfumaría, ni siquiera podía ponerse a cubierto, aquella inexplicable e inoportuna parálisis se lo impedía. Había llegado a tocar el éxito con las puntas de los dedos y ahora sentía como se alejaba, quizás para siempre. La lluvia arreció.

Fue precisamente ahí, en las puntas de los dedos, donde comenzó a percibir el extraño hormigueo, una efervescente sensación que ascendiendo ya por las muñecas, comenzaba a abrazarse a su pecho. No podía verlo. No necesitaba hacerlo. Sentía como se disolvía su cuerpo, su carne ya no era carne, la materia que antes formaba sus dedos, sus manos, caía al suelo convertida en pastosos grumos de arena mojada.

A pesar de la lluvia, un par de transeúntes se detuvieron ante el hombre de arena para observar de cerca aquello, pronto llegaron otros, compartieron sus paraguas con desconocidos, y juntos, se asombraron de tan magnífico truco de magia. Al poco, comenzaron a escucharse los primeros aplausos, y su sonido atrajo a más y más espectadores, tantos, que pronto colapsaron el tráfico de la avenida. No podían creer lo que veían y buscaban en otras miradas la explicación a aquél prodigio. El hombre estatua de la esquina, ese al que algunos dedicaban una mirada sin demasiado interés camino del trabajo, se estaba convirtiendo en un montón de arena ante sus ojos.

-¡Que increíble efecto! ¿Cómo lo hará? –se preguntaban maravillados.

Ya no eran sólo monedas, sobre la taza de hojalata comenzaban a amontonarse los primeros billetes. La lluvia no cesaba, intermitentes rachas de viento llegaron a descabalar algún paraguas, pero eso no impedía que la multitud fuera en aumento, nadie quería perderse algo como aquello, un estupendo tema de conversación digno de llenar varias charlas ante la máquina del café.

Mientras tanto, lo poco que quedaba del hombre de arena continuaba gritando en silencio, suplicando que alguien le ayudase a parar aquello. Lo que fue su cuerpo se amontonaba sobre la acera, derramándose en todas direcciones, formando los primeros regueros de barro. Pronto caerían en los desagües y desaparecerían para siempre.

Una lágrima escapó de entre sus párpados cerrados, el último rastro humano de aquella informe masa de arena, algo tan vulgar y diminuto que cualquiera podría confundirlo con una gota de lluvia.
Todo había acabado y el cielo comenzaba a clarear, los aplausos y los vítores fueron quedando en nada. La multitud esperó y esperó por un final insospechado y espectacular que nunca llegó. El tiempo les fue convenciendo de ello uno a uno, y cuando lo estuvieron todos, simplemente se marcharon. Profundamente decepcionados, devolvieron al hombre de arena a su lugar, al rincón de los recuerdos más insignificantes, donde nunca nadie mira dos veces.



3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. A nosotros todos nos guto la historia, pero, como se acaba el Hombre de Barro esta muy triste. La historia esta muy bien hecha porque al princio empiezas a leer y quieres leer mas y mas. Si el tenia publico el publico va a estar triste tambien por acabarse el Hombre de Barro "en el rincon de los recuerdos mas insignificante, donde nunca nadie mira dos veces" (como dice el texto).

    Saludos, Valdir Martinez Requena
    La Pareja de Barro

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  3. Tienes toda la razón Valdir, los finales siempre me salen tristes, no hay manera de corregirme. Será verdad eso de que nadie escribe lo que quiere.
    Un saludo
    Pelayo

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