Debate con Vicenç Navarro sobre las pensiones
Attac os invita a participar en un debate sobre las pensiones públicas, el lunes 31 a las 18:30 en la Escuela Juliám Besteiro (Azcona, 53). También os invita a su Fiesta anual el miércoles 2 de junio.
El debate se desarrollará sobre el contenido del libro ¿ESTÁN EN PELIGRO LAS PENSIONES PÚBLICAS? recientemente publicado por Attac
Presenta y Modera
- Ricardo García Zaldívar. ATTAC Madrid
También os invitamos a la FIESTA que todos los años celebramos en Attac, como momento lúdico en el que todas y todos podemos confraternizar de forma relajada, lejos de la formalidad de debates y reuniones. Será el miércoles 2 de junio a partir de las 21h en la sala CLAMORES (Alburquerque, 14). ¡Os esperamos!
www.attacmadrid.org
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domingo, 30 de mayo de 2010
viernes, 28 de mayo de 2010
Daniel Cohn-Bendit (subtitulado en español) sobre ayuda económica a Grecia.
¡El señor nos asista! Esto debe de ser una epidemia, otro más... ¿Será que algo se mueve al fin? ¿Será que que no todo está controlado? ¿Será que ya no llueve sólo los jueves? ¿Será que será?
Vía: http://vimeo.com/12091971
Daniel Cohn-Bendit (subtitulado en español) sobre ayuda económica a Grecia. from AttacTV on Vimeo.
Vía: http://vimeo.com/12091971
Entrevista de Iñaki Gabilondo a Carlos Martínez en CNN+
Al fin alguien que habla para que se le entienda, aunque yo creo que este hombre no debe estar muy cuerdo que digamos. No quiere que le hagan ministro, ni diputado, ni concejal siquiera...
Especie protegida. Eso le nombraba yo.
Vía: http://www.attac.es/entrevista-de-inaki-gabilondo-a-carlos-martinez-en-cnn/
Especie protegida. Eso le nombraba yo.
Entrevista a ATTAC en CNN+ from AttacTV on Vimeo.
Vía: http://www.attac.es/entrevista-de-inaki-gabilondo-a-carlos-martinez-en-cnn/
jueves, 27 de mayo de 2010
EL MÉTODO
Más que método, es un ritual. Algo casi mecánico que puedo poner en marcha sin demasiado esfuerzo. Mi vieja silla, a la entrada del portal, un lápiz recién afilado y mi libreta verde. Siempre ha de ser la verde.
Estoy preparado para comenzar un nuevo relato, pero no un relato corriente, este será especial, el mejor de todos, y sobre todo, el más original. Va a tratar sobre una tribu de indios sioux que durante una partida de caza, descubre los restos de una nave extraterrestre. Los tripulantes que han sobrevivido al aterrizaje resultan ser extremadamente hostiles, y entre unos y otros se entabla una lucha a muerte de la que dependerá el destino de toda la humanidad. Tengo que darle aún un par de vueltas, encontrar la manera de meter por medio un misterio templario, tal vez una máquina del tiempo... Estoy seguro de que nadie habrá escrito algo parecido, con eso me basta. Ya casi puedo ver a los orgullosos guerreros indios, con sus pinturas de guerra, a lomos de sus caballos, atentos a la señal del gran jefe, dispuestos a entablar el combate final. Se palpa en el aire esa falsa calma que previene a la tormenta, una ligera brisa mueve las plumas de sus penachos.
Esa misma brisa que vuelve del revés la hoja en el momento más inoportuno, la que me hace levantar la mirada de la libreta. Entonces los veo llegar. Una pareja de ancianos caminando lentamente calle abajo. Sería difícil saber quién se apoya en quién. Van cogidos de la mano, las mantienen entrelazadas, bien apretadas, como si temieran soltarse y perderse para siempre. Salta a la vista que su amor es de los de antes. El uno para el otro y el otro para el uno. Sus pasos son tan cortos y sus gestos tan cansados... parece que no quisieran llegar al final de la calle, porque eso les acercará al final del paseo, al final de su vida juntos.
Sería maravilloso saber convertirlos en palabras. Ese sí que sería un gran relato. Vuelvo a mirar sus manos apretadas, pero esta vez con mucho mas detenimiento. ¿Cuánto cariño cabe entre ellas? ¿Cuánto perdón? ¿Cuánta enfermedad? ¿Cuánta dicha? ¿Cuánto tiempo?
Ya casi los tengo al lado. De vez en cuando acercan sus mejillas para decirse algo. No me resisto a aguzar el oído y escucharles.
-¿A quién se le ocurre? ¡Sólo a ti que estás tonta perdida!
-¡Pues mira que tú! Te aviso de se me ha salido el bote de pegamento, ese que pega tanto, y tú, en vez de darme un trapo, vas y me das la mano ¡Si es que cada día estás más sordo y más inútil!
-¡Calla lagarta! Lo que me dijiste es que te cogiera el frasquito, y como sabes que no veo bien... ¿Qué te crees? Sé de sobra que lo has hecho aposta para joderme la partida con mis amigos.
-¿Tus amigos? ¿Y desde cuando los gañanes como tú tienen amigos? ¿No serán esos espabilados del bar que te sacan los cuartos que no tienes?
-¡Calla víbora! ¿Qué sabrás tú de amigos? Las serpientes venenosas siempre vais solas...
-¡Y los borregos en manadas! ¿No te digo este...?
-Mira... me callo porque sé que a mala leche y a lengua no te gano, así que tengamos la fiesta en paz. A ver si se ablanda de una vez la mierda esta y te pierdo de vista.
-¡Que no tires hombre, que no tires! ¿No ves que todavía no sale?
Pasan de largo. Ya no comprendo lo que se dicen entre pocos dientes. El gran jefe sioux me llama. Está a punto de dar la orden de ataque, ha alzado su lanza en el aire y he de subirme a la grupa de su caballo.
Imagen: LeoBrujo
Estoy preparado para comenzar un nuevo relato, pero no un relato corriente, este será especial, el mejor de todos, y sobre todo, el más original. Va a tratar sobre una tribu de indios sioux que durante una partida de caza, descubre los restos de una nave extraterrestre. Los tripulantes que han sobrevivido al aterrizaje resultan ser extremadamente hostiles, y entre unos y otros se entabla una lucha a muerte de la que dependerá el destino de toda la humanidad. Tengo que darle aún un par de vueltas, encontrar la manera de meter por medio un misterio templario, tal vez una máquina del tiempo... Estoy seguro de que nadie habrá escrito algo parecido, con eso me basta. Ya casi puedo ver a los orgullosos guerreros indios, con sus pinturas de guerra, a lomos de sus caballos, atentos a la señal del gran jefe, dispuestos a entablar el combate final. Se palpa en el aire esa falsa calma que previene a la tormenta, una ligera brisa mueve las plumas de sus penachos.
Esa misma brisa que vuelve del revés la hoja en el momento más inoportuno, la que me hace levantar la mirada de la libreta. Entonces los veo llegar. Una pareja de ancianos caminando lentamente calle abajo. Sería difícil saber quién se apoya en quién. Van cogidos de la mano, las mantienen entrelazadas, bien apretadas, como si temieran soltarse y perderse para siempre. Salta a la vista que su amor es de los de antes. El uno para el otro y el otro para el uno. Sus pasos son tan cortos y sus gestos tan cansados... parece que no quisieran llegar al final de la calle, porque eso les acercará al final del paseo, al final de su vida juntos.
Sería maravilloso saber convertirlos en palabras. Ese sí que sería un gran relato. Vuelvo a mirar sus manos apretadas, pero esta vez con mucho mas detenimiento. ¿Cuánto cariño cabe entre ellas? ¿Cuánto perdón? ¿Cuánta enfermedad? ¿Cuánta dicha? ¿Cuánto tiempo?
Ya casi los tengo al lado. De vez en cuando acercan sus mejillas para decirse algo. No me resisto a aguzar el oído y escucharles.
-¿A quién se le ocurre? ¡Sólo a ti que estás tonta perdida!
-¡Pues mira que tú! Te aviso de se me ha salido el bote de pegamento, ese que pega tanto, y tú, en vez de darme un trapo, vas y me das la mano ¡Si es que cada día estás más sordo y más inútil!
-¡Calla lagarta! Lo que me dijiste es que te cogiera el frasquito, y como sabes que no veo bien... ¿Qué te crees? Sé de sobra que lo has hecho aposta para joderme la partida con mis amigos.
-¿Tus amigos? ¿Y desde cuando los gañanes como tú tienen amigos? ¿No serán esos espabilados del bar que te sacan los cuartos que no tienes?
-¡Calla víbora! ¿Qué sabrás tú de amigos? Las serpientes venenosas siempre vais solas...
-¡Y los borregos en manadas! ¿No te digo este...?
-Mira... me callo porque sé que a mala leche y a lengua no te gano, así que tengamos la fiesta en paz. A ver si se ablanda de una vez la mierda esta y te pierdo de vista.
-¡Que no tires hombre, que no tires! ¿No ves que todavía no sale?
Pasan de largo. Ya no comprendo lo que se dicen entre pocos dientes. El gran jefe sioux me llama. Está a punto de dar la orden de ataque, ha alzado su lanza en el aire y he de subirme a la grupa de su caballo.
Imagen: LeoBrujo
lunes, 24 de mayo de 2010
Symphony of Science - The Poetry of Reality (An Anthem for Science)
Puede que sea un poco chorra... pero cómo me gusta eso de que "La belleza de un ser vivo no está en los átomos que lo componen, sino en la manera en que estos se combinan" No habla de mezcla, ni de tolerancia siquiera, sólo de combinación, de armonía. Deliciosa idea...
Vía: melodysheep
Vía: melodysheep
domingo, 23 de mayo de 2010
EL ENVIADO
Pablo estaba muy enfermo, siempre lo estuvo, se recordaba de niño y ya entonces se veía enfermo.
Su vida entera había sido un compendio de inexplicables padeceres y breves alivios que terminaron por agotar hasta al más voluntarioso de los médicos. Ya desde su más tierna infancia, vivió acompañado por un perpetuo dolor de cabeza. Con el tiempo, había logrado convertirlo en poco más que un molesto vecino, pero ahora, en la vejez, ese vecino había tomado la odiosa costumbre de alquilar habitaciones. Nuevos males sobre los antiguos, cada vez más exóticos, cada vez más insufribles, menos familiares. Sólo una cosa le confortaba en aquel infierno. Era el enviado.
Estaba seguro de que todo lo malo que le ocurría, formaba parte de una prueba. De algún modo debían comprobar la calidad del que había sido escogido entre todos los habitantes del mundo. Demasiadas cosas dependían del acierto en la elección, por eso era preciso tal tormento y durante tanto tiempo.
El soportar lo insoportable durante toda una vida tuvo lógicas consecuencias sobre su carácter, que huraño de por sí, le había llegado a convertir en un ser amargo y solitario. De no haber sido por las regulares visitas de su amigo Hilario, habrían pasado meses enteros sin que Pablo intercambiara una sola palabra con otra persona.
Hilario era sólo un poco más joven, y aún ciertamente achacoso, todavía era capaz de echarle una mano en lo más imprescindible: dejaba algo de comida preparada, lavaba la ropa, limpiaba la casa...
Pero eso era en realidad un mero pretexto. Lo que pretendía Hilario era mantener a Pablo en este mundo, no permitir que enloqueciera por completo ahogado en sus mesiánicos delirios, ser la única parte razonable en la vida de su amigo, y poco a poco, intentar sacar de su confundida cabeza todas aquellas absurdas ideas.
Discutían durante horas sobre lo mismo. Pablo estaba absolutamente convencido de que los habitantes de un lejano planeta llamado Zilux Lamprae le habían abducido siendo niño, y que en su interior depositaron un importante mensaje. La clave que salvaría a la Tierra de una inminente hecatombe. El problema era que por alguna razón, su cuerpo malinterpretaba el mensaje y lo transformaba en enfermedad. La solución, aislarse de todo y de todos para eliminar así las interferencias.
A ojos de Hilario, en la cabeza de Pablo anidaban bandadas enteras de pájaros, cientos de manías y rarezas sin catalogar que harían las delicias de cualquier psiquiatra, pero esa enloquecida obsesión por creerse “El Enviado” era el origen, la principal responsable de todas sus calamidades. El verdadero mal al que iba a poner remedio de una vez por todas. Ese mismo día, nada más llegar a casa, abrió el listín telefónico, apuntó un número y una dirección.
La siguiente visita iba a ser muy distinta de todas las demás. Pablo lo supo nada más escuchar la voz jadeante de su amigo tras la puerta. Prácticamente sin aliento, Hilario le preguntó si conocía ya la gran noticia que llenaba los periódicos y de la que hablaban sin parar en radio y televisión. Pablo no sabía de qué le hablaba, y con su sempiterno mal humor, le espetó que hacía ya mucho que se había librado de semejantes cachivaches. Hilario parecía no escucharle, todavía no daba crédito a lo ocurrido, y aún así, intentó explicarse sin mezclar las palabras. La locura de Pablo se había hecho realidad... a medias.
Aquella misma mañana, en el centro de la ciudad, habían aterrizado varias naves de supuesto origen extraterrestre. De la más grande, descendió un ser de forma humana que decía venir en busca del enviado, la persona elegida entre todos los habitantes de la tierra para intermediar entre ambas especies... lo más curioso es que ese enviado, resultó ser una pobre anciana que malvivía en la calle. El extraterrestre afirmó además, que su pueblo procede de una lejana galaxia, más concretamente de un planeta denominado Zilux Lamprae, que llevaban casi un siglo de nuestro tiempo emitiendo señales para contactar con la anciana, que dichas señales pudieran haber causado serias molestias a otros humanos y confundir sus mentes...
Cuando Pablo pudo por fin reaccionar, negó con ahínco cada palabra de su amigo. Le acusó de intentar engañarle mezclando verdades con mentiras. Él era el único enviado, la anciana una impostora, todo era una farsa, no podía ser verdad. Entonces Hilario sacó del bolsillo de su chaqueta un periódico, y lo puso sobre las piernas de Pablo. Con sólo ojearlo, sus manos comenzaron a temblar sin control, rasgando las páginas, apretándolas entre sus puños. Sus ojos empañados de lágrimas apenas si le dejaron leer unas pocas líneas bajo los titulares.
Hilario se marchó sin decir nada. Convencido de haber curado a su amigo, y antes de volver a casa, fue a la imprenta donde le habían diseñado el falso periódico para encargar alguna copia más.
Decidió dejar pasar unos días antes de volver. Estaba seguro de que un poco de soledad le vendría bien para reflexionar y aceptar definitivamente que no era ningún enviado. Ya se le ocurriría más adelante como borrarle de la cabeza el resto de su locura. Era una simple cuestión de tiempo.
Una semana después fue a visitar a Pablo. Pulsó el timbre un par de veces. A la tercera, se percató de que la puerta no estaba cerrada del todo, la empujó, y tragando saliva, entró en la casa. Su instinto le aconsejó que no encendiera la luz por el momento. Avanzó casi a tientas por el oscuro pasillo, repitiendo a cada paso el nombre de su amigo, apenas susurrándolo, conteniendo a duras penas el mal presagio que le empujaba hacia la calle. Una parte de sí mismo le reprochó tanta precaución. Su amigo debía de haber sufrido un accidente, un infarto, un asalto tal vez. Podía necesitar su ayuda urgentemente, y él sólo era capaz de temblar como una vieja asustada. Entró en el dormitorio de Pablo con decisión, y se golpeó fuertemente contra algo situado en medio de la sala. Cayó al suelo, palpó el suelo a su alrededor y no encontró nada. Estaba desconcertado, se preguntaba dónde habría ido a parar aquello contra lo que chocó.
La respuesta llegó al intentar levantarse. El balanceante cuerpo de Pablo colgado por el cuello, el cordón del batín apretado en torno a él, su extremo anudado a una vieja lámpara, prendido a una pernera del pantalón un papel arrugado con algo escrito:
“Tenías razón Hilario, no soy el enviado”
Imagen: huevosmuygordos
Su vida entera había sido un compendio de inexplicables padeceres y breves alivios que terminaron por agotar hasta al más voluntarioso de los médicos. Ya desde su más tierna infancia, vivió acompañado por un perpetuo dolor de cabeza. Con el tiempo, había logrado convertirlo en poco más que un molesto vecino, pero ahora, en la vejez, ese vecino había tomado la odiosa costumbre de alquilar habitaciones. Nuevos males sobre los antiguos, cada vez más exóticos, cada vez más insufribles, menos familiares. Sólo una cosa le confortaba en aquel infierno. Era el enviado.
Estaba seguro de que todo lo malo que le ocurría, formaba parte de una prueba. De algún modo debían comprobar la calidad del que había sido escogido entre todos los habitantes del mundo. Demasiadas cosas dependían del acierto en la elección, por eso era preciso tal tormento y durante tanto tiempo.
El soportar lo insoportable durante toda una vida tuvo lógicas consecuencias sobre su carácter, que huraño de por sí, le había llegado a convertir en un ser amargo y solitario. De no haber sido por las regulares visitas de su amigo Hilario, habrían pasado meses enteros sin que Pablo intercambiara una sola palabra con otra persona.
Hilario era sólo un poco más joven, y aún ciertamente achacoso, todavía era capaz de echarle una mano en lo más imprescindible: dejaba algo de comida preparada, lavaba la ropa, limpiaba la casa...
Pero eso era en realidad un mero pretexto. Lo que pretendía Hilario era mantener a Pablo en este mundo, no permitir que enloqueciera por completo ahogado en sus mesiánicos delirios, ser la única parte razonable en la vida de su amigo, y poco a poco, intentar sacar de su confundida cabeza todas aquellas absurdas ideas.
Discutían durante horas sobre lo mismo. Pablo estaba absolutamente convencido de que los habitantes de un lejano planeta llamado Zilux Lamprae le habían abducido siendo niño, y que en su interior depositaron un importante mensaje. La clave que salvaría a la Tierra de una inminente hecatombe. El problema era que por alguna razón, su cuerpo malinterpretaba el mensaje y lo transformaba en enfermedad. La solución, aislarse de todo y de todos para eliminar así las interferencias.
A ojos de Hilario, en la cabeza de Pablo anidaban bandadas enteras de pájaros, cientos de manías y rarezas sin catalogar que harían las delicias de cualquier psiquiatra, pero esa enloquecida obsesión por creerse “El Enviado” era el origen, la principal responsable de todas sus calamidades. El verdadero mal al que iba a poner remedio de una vez por todas. Ese mismo día, nada más llegar a casa, abrió el listín telefónico, apuntó un número y una dirección.
La siguiente visita iba a ser muy distinta de todas las demás. Pablo lo supo nada más escuchar la voz jadeante de su amigo tras la puerta. Prácticamente sin aliento, Hilario le preguntó si conocía ya la gran noticia que llenaba los periódicos y de la que hablaban sin parar en radio y televisión. Pablo no sabía de qué le hablaba, y con su sempiterno mal humor, le espetó que hacía ya mucho que se había librado de semejantes cachivaches. Hilario parecía no escucharle, todavía no daba crédito a lo ocurrido, y aún así, intentó explicarse sin mezclar las palabras. La locura de Pablo se había hecho realidad... a medias.
Aquella misma mañana, en el centro de la ciudad, habían aterrizado varias naves de supuesto origen extraterrestre. De la más grande, descendió un ser de forma humana que decía venir en busca del enviado, la persona elegida entre todos los habitantes de la tierra para intermediar entre ambas especies... lo más curioso es que ese enviado, resultó ser una pobre anciana que malvivía en la calle. El extraterrestre afirmó además, que su pueblo procede de una lejana galaxia, más concretamente de un planeta denominado Zilux Lamprae, que llevaban casi un siglo de nuestro tiempo emitiendo señales para contactar con la anciana, que dichas señales pudieran haber causado serias molestias a otros humanos y confundir sus mentes...
Cuando Pablo pudo por fin reaccionar, negó con ahínco cada palabra de su amigo. Le acusó de intentar engañarle mezclando verdades con mentiras. Él era el único enviado, la anciana una impostora, todo era una farsa, no podía ser verdad. Entonces Hilario sacó del bolsillo de su chaqueta un periódico, y lo puso sobre las piernas de Pablo. Con sólo ojearlo, sus manos comenzaron a temblar sin control, rasgando las páginas, apretándolas entre sus puños. Sus ojos empañados de lágrimas apenas si le dejaron leer unas pocas líneas bajo los titulares.
Hilario se marchó sin decir nada. Convencido de haber curado a su amigo, y antes de volver a casa, fue a la imprenta donde le habían diseñado el falso periódico para encargar alguna copia más.
Decidió dejar pasar unos días antes de volver. Estaba seguro de que un poco de soledad le vendría bien para reflexionar y aceptar definitivamente que no era ningún enviado. Ya se le ocurriría más adelante como borrarle de la cabeza el resto de su locura. Era una simple cuestión de tiempo.
Una semana después fue a visitar a Pablo. Pulsó el timbre un par de veces. A la tercera, se percató de que la puerta no estaba cerrada del todo, la empujó, y tragando saliva, entró en la casa. Su instinto le aconsejó que no encendiera la luz por el momento. Avanzó casi a tientas por el oscuro pasillo, repitiendo a cada paso el nombre de su amigo, apenas susurrándolo, conteniendo a duras penas el mal presagio que le empujaba hacia la calle. Una parte de sí mismo le reprochó tanta precaución. Su amigo debía de haber sufrido un accidente, un infarto, un asalto tal vez. Podía necesitar su ayuda urgentemente, y él sólo era capaz de temblar como una vieja asustada. Entró en el dormitorio de Pablo con decisión, y se golpeó fuertemente contra algo situado en medio de la sala. Cayó al suelo, palpó el suelo a su alrededor y no encontró nada. Estaba desconcertado, se preguntaba dónde habría ido a parar aquello contra lo que chocó.
La respuesta llegó al intentar levantarse. El balanceante cuerpo de Pablo colgado por el cuello, el cordón del batín apretado en torno a él, su extremo anudado a una vieja lámpara, prendido a una pernera del pantalón un papel arrugado con algo escrito:
“Tenías razón Hilario, no soy el enviado”
Imagen: huevosmuygordos
viernes, 21 de mayo de 2010
LA MÁQUINA DEL PROFESOR LOKOVICH
Los del ministerio del ejército llamaban a su puerta. Más concretamente, estaban a punto de echarla abajo.
Decían tener ordenes de comprobar la existencia de determinado proyecto científico que el afamado profesor Lokovich, había iniciado cerca de un año atrás, y que en esos momentos, estaba a punto de concluir.
No se equivocaban. A falta de unas últimas comprobaciones, su máquina transmutadora de biocromos podría ponerse en funcionamiento esa misma noche.
Los primeros motivos de Locovich para emprender un proyecto como aquél, procedían de su más tierna infancia. De tantas y tantas lecturas en las que aventureros y colonizadores, por lo general de raza blanca, cometían todo tipo de fechorías sobre otros, por lo general, de raza negra. Renegó entonces del color de su propia piel, llegó a odiarlo de tal manera, que con frecuencia, y a pesar de las regañinas de sus sorprendidos padres, se teñía cada día todo el cuerpo con tinte oscuro.
Los motivos de los militares para arrebatarle su invento eran mucho más prácticos. Una máquina capaz de modificar a voluntad los fototipos que dan color a la piel podía llegar a ser muy útil en un campo de batalla. Convenientemente miniaturizada permitiría a un soldado llevarla consigo y asumir el color predominante del ambiente que lo rodease para lograr así, algo muy cercano a la invisibilidad.
Curiosamente, ahora que estaba a punto de cumplir ese singular anhelo infantil, Lokovich dudaba. Se obligó a dejar de escuchar los golpes en su puerta, y poder así reflexionar sobre lo que iba a hacer en los próximos minutos. Se dio cuenta entonces de lo absurdo de sus intenciones, la febril actividad y las muchas noches sin dormir que aquél proyecto trajo consigo, llegaron a nublar su sentido. Había trabajado duro y sin pausa para atrapar el sueño de un niño, ahora ese niño ya no estaba, sólo quedaba el hombre, el brillante y escéptico científico que sólo conservaba una última certeza: el ser humano era capaz de cometer todo tipo de atrocidades, no por causa de su origen, raza o condición social, sino por su propia naturaleza, por su humanidad.
Una vez asumida tal conclusión, ya no tenía sentido la idea de cambiar la tonalidad de su piel, eligiera la que eligiese sería de un color infame, manchado en el presente o en el pasado por ríos de sangre y terror. Quedó pensativo mientras esperaba que de un momento a otro, los militares irrumpieran en su laboratorio.
Sin querer pensar demasiado en lo que hacía, avanzó hasta el fondo de la habitación y abrió la portezuela del armario anti incendios, tomó el hacha, y regresó junto a su máquina. Calculó el punto exacto sobre el que descargar el primer golpe, acomodó el cuerpo para tomar impulso... y no pudo ir más allá.
No tenía la menor duda de que aquellos hombres iban a utilizar su invento con fines perversos, tantos como sus disminuidas mentes les permitieran, siempre lo habían hecho; pero sólo ellos serían los responsables, únicamente sobre sus conciencias recaería la culpa del mal que ocasionasen. Como en tantas otras ocasiones, cualquier tecnología militar terminaba quedando obsoleta, era entonces cuando sus beneficios revertían sobre los hombres pacíficos. Una simple cuestión de tiempo.
Contempló su creación una vez más, paseó los dedos entre los controles, acarició con mimo la gran rueda que seleccionaba cualquier tono de color entre todos los posibles. Sonrió divertido al imaginar el extraño aspecto de un hombre malva, lo seductora que podría ser una bella dama color rojo carmín, un bebé cielo azul... lo hermoso de una humanidad teñida de un millón de matices distintos, la poca importancia que con el tiempo se daría al color de la piel. Sería una simple cuestión de gusto, como elegir el color de la bufanda. Que él supiera, nunca nadie odió a otro por eso.
La puerta se vino abajo con gran estruendo, y un grupo de soldados armados entró a la carrera para repartirse por todo el laboratorio. Algunos de ellos no cesaban de gritar ordenes incomprensibles que nadie parecía entender. Tras largo rato de exaltadas discusiones, llegaron a la conclusión de que la parte más importante de su misión había sido un completo fracaso. Tenían la máquina en su poder, pero el profesor Lokovich había escapado.
El que los mandaba no cesaba de maldecir en todas direcciones, si no era capaz de encontrar una explicación razonable a lo ocurrido corría el riesgo de ver terminada su carrera como militar. Un hombre había salido sin ser visto de una habitación sin ventanas y una sola puerta vigilada por una treintena de soldados fuertemente armados. Nadie lo entendería, ni él mismo podía. Deshonor, oprobio, escarnio, vergüenza... esas y otras voces parecidas estallaron de repente en interior de su cabeza, tan terrible peso le obligó a apoyarse en la máquina, muy cerca de la rueda de selección de color que en ese momento marcaba la palabra “TRANSPARENTE”
Image: chuchi carmelo
Decían tener ordenes de comprobar la existencia de determinado proyecto científico que el afamado profesor Lokovich, había iniciado cerca de un año atrás, y que en esos momentos, estaba a punto de concluir.
No se equivocaban. A falta de unas últimas comprobaciones, su máquina transmutadora de biocromos podría ponerse en funcionamiento esa misma noche.
Los primeros motivos de Locovich para emprender un proyecto como aquél, procedían de su más tierna infancia. De tantas y tantas lecturas en las que aventureros y colonizadores, por lo general de raza blanca, cometían todo tipo de fechorías sobre otros, por lo general, de raza negra. Renegó entonces del color de su propia piel, llegó a odiarlo de tal manera, que con frecuencia, y a pesar de las regañinas de sus sorprendidos padres, se teñía cada día todo el cuerpo con tinte oscuro.
Los motivos de los militares para arrebatarle su invento eran mucho más prácticos. Una máquina capaz de modificar a voluntad los fototipos que dan color a la piel podía llegar a ser muy útil en un campo de batalla. Convenientemente miniaturizada permitiría a un soldado llevarla consigo y asumir el color predominante del ambiente que lo rodease para lograr así, algo muy cercano a la invisibilidad.
Curiosamente, ahora que estaba a punto de cumplir ese singular anhelo infantil, Lokovich dudaba. Se obligó a dejar de escuchar los golpes en su puerta, y poder así reflexionar sobre lo que iba a hacer en los próximos minutos. Se dio cuenta entonces de lo absurdo de sus intenciones, la febril actividad y las muchas noches sin dormir que aquél proyecto trajo consigo, llegaron a nublar su sentido. Había trabajado duro y sin pausa para atrapar el sueño de un niño, ahora ese niño ya no estaba, sólo quedaba el hombre, el brillante y escéptico científico que sólo conservaba una última certeza: el ser humano era capaz de cometer todo tipo de atrocidades, no por causa de su origen, raza o condición social, sino por su propia naturaleza, por su humanidad.
Una vez asumida tal conclusión, ya no tenía sentido la idea de cambiar la tonalidad de su piel, eligiera la que eligiese sería de un color infame, manchado en el presente o en el pasado por ríos de sangre y terror. Quedó pensativo mientras esperaba que de un momento a otro, los militares irrumpieran en su laboratorio.
Sin querer pensar demasiado en lo que hacía, avanzó hasta el fondo de la habitación y abrió la portezuela del armario anti incendios, tomó el hacha, y regresó junto a su máquina. Calculó el punto exacto sobre el que descargar el primer golpe, acomodó el cuerpo para tomar impulso... y no pudo ir más allá.
No tenía la menor duda de que aquellos hombres iban a utilizar su invento con fines perversos, tantos como sus disminuidas mentes les permitieran, siempre lo habían hecho; pero sólo ellos serían los responsables, únicamente sobre sus conciencias recaería la culpa del mal que ocasionasen. Como en tantas otras ocasiones, cualquier tecnología militar terminaba quedando obsoleta, era entonces cuando sus beneficios revertían sobre los hombres pacíficos. Una simple cuestión de tiempo.
Contempló su creación una vez más, paseó los dedos entre los controles, acarició con mimo la gran rueda que seleccionaba cualquier tono de color entre todos los posibles. Sonrió divertido al imaginar el extraño aspecto de un hombre malva, lo seductora que podría ser una bella dama color rojo carmín, un bebé cielo azul... lo hermoso de una humanidad teñida de un millón de matices distintos, la poca importancia que con el tiempo se daría al color de la piel. Sería una simple cuestión de gusto, como elegir el color de la bufanda. Que él supiera, nunca nadie odió a otro por eso.
La puerta se vino abajo con gran estruendo, y un grupo de soldados armados entró a la carrera para repartirse por todo el laboratorio. Algunos de ellos no cesaban de gritar ordenes incomprensibles que nadie parecía entender. Tras largo rato de exaltadas discusiones, llegaron a la conclusión de que la parte más importante de su misión había sido un completo fracaso. Tenían la máquina en su poder, pero el profesor Lokovich había escapado.
El que los mandaba no cesaba de maldecir en todas direcciones, si no era capaz de encontrar una explicación razonable a lo ocurrido corría el riesgo de ver terminada su carrera como militar. Un hombre había salido sin ser visto de una habitación sin ventanas y una sola puerta vigilada por una treintena de soldados fuertemente armados. Nadie lo entendería, ni él mismo podía. Deshonor, oprobio, escarnio, vergüenza... esas y otras voces parecidas estallaron de repente en interior de su cabeza, tan terrible peso le obligó a apoyarse en la máquina, muy cerca de la rueda de selección de color que en ese momento marcaba la palabra “TRANSPARENTE”
Image: chuchi carmelo
miércoles, 19 de mayo de 2010
Una ventanilla, un tranvía, cien años atrás.
¿A que muchas veces has soñado con echar un vistazo por ese agujerito mágico que muestra a los que vivieron hace mucho? Estás de suerte compañero. He encontrado uno... y de los buenos.
Vía: Noticiasdot
Vía: Noticiasdot
martes, 18 de mayo de 2010
El arte
El arte de volver a ver,
de contemplar como la primera vez,
o mejor aún, como si fuera la última.
Es el arte de los sabios, de los niños, de los tarados.
De los que han de heredar todo lo hermoso.
El resto es relleno, borra, invencible estupidez.
Son pocos, son guerrilleros,
disparan sensatez,
balas sin pólvora, ideas, sueños.
Y con tan poca cosa
levantan imperios.
El suyo es arte ya perdido,
romper los ojos de viejo,
estrenar los de niño.
Ver a dos novios besándose y quedar pasmado,
olvidar lo listo que es el pecado,
no ir nunca a los entierros,
no faltar a los bautizos,
renegar de los poemas,
tener más fe en los estribillos.
Romperse los zapatos pateando una piedra.
Hasta llegar a casa,
hasta gastar la suela.
Esto es morir viviendo,
robarle luz al día y llenarse los bolsillos.
Lo otro, lo convenido,
es solo vivir muriendo.
Alzar la vista y ser ciego,
ahogarse en pena sin haber bebido.
Imagen: ViDa
de contemplar como la primera vez,
o mejor aún, como si fuera la última.
Es el arte de los sabios, de los niños, de los tarados.
De los que han de heredar todo lo hermoso.
El resto es relleno, borra, invencible estupidez.
Son pocos, son guerrilleros,
disparan sensatez,
balas sin pólvora, ideas, sueños.
Y con tan poca cosa
levantan imperios.
El suyo es arte ya perdido,
romper los ojos de viejo,
estrenar los de niño.
Ver a dos novios besándose y quedar pasmado,
olvidar lo listo que es el pecado,
no ir nunca a los entierros,
no faltar a los bautizos,
renegar de los poemas,
tener más fe en los estribillos.
Romperse los zapatos pateando una piedra.
Hasta llegar a casa,
hasta gastar la suela.
Esto es morir viviendo,
robarle luz al día y llenarse los bolsillos.
Lo otro, lo convenido,
es solo vivir muriendo.
Alzar la vista y ser ciego,
ahogarse en pena sin haber bebido.
Imagen: ViDa
lunes, 17 de mayo de 2010
Bienvenido el euro
Uno ve estas cosas y se cabrea... y se deprime... y se cabrea... y se deprime... y se cabrea... y se deprime... y así, hasta que empieza a escuchar una risas malévolas, ahogadas, lejanas, bancarias...
Vía: isilita
Vía: isilita
sábado, 15 de mayo de 2010
QUITA, QUITA, MELENUDO.
-Que soy viejo, pero no idiota... vosotros, todos chorizos y drogadictos... siempre con vuestro rollo de angelitos que vienen de vez en cuando a limpiarnos las babas a nosotros los viejecitos. ¡Que yo hice una guerra chaval! ¡Que el día que naciste yo ya llevaba quinientas peleas! Maricones de mierda, eso es lo que sois...
-No debería hablar así señor, sobre todo a quien le ayuda desinteresadamente. Yo y mis compañeros voluntarios sólo queremos echarle una mano, a usted y a todos los que no pueden valerse por sí mismos. Lo único que pedimos a cambio es un mínimo respeto.
-Ya, ya... y sigue, y sigue con ese chau chau. Venga hombre, que yo nací de noche, pero no anoche, que tú lo que quieres es robarme. A algo le tendrás echado ya el ojo, ¿a que sí? Pero vas listo mamón, a mí no me la pegas tú, ni treinta cómo tú. Habráse visto el desgarramantas este...
El anciano hizo un gesto con la mano y su bastón cayó al suelo. El joven se agachó para recogerlo.
-¡Suelta eso ahora mismo!
-Pero señor, yo únicamente pretendía...
-¡He dicho que lo sueltes!
Al levantarse de la silla de ruedas se maldijo entre dientes. No tenía las fuerzas necesarias para sostenerse y cayó de rodillas antes de que el joven llegara hasta él. Se sintió humillado. El intenso dolor en las articulaciones apenas le dejaba pensar, cuanto menos retomar una nueva retahíla de insultos. Pero la vergüenza no paraba ahí. Al caer de bruces, su dentadura postiza había salido despedida hacia alguna parte, su espalda le agradeció el esfuerzo con un lacerante espasmo, y en su entrepierna comenzó a dejarse sentir una familiar, cálida, y deshonrosa sensación.
El joven se arrodilló junto a él y le ayudó a darse la vuelta.
-¿Se ha hecho daño? ¿Se encuentra bien?
-¿Cómo coño voy a estar bien? Lo que estoy es bien jodido ¿Es que no se me nota? Seguro que hay muertos con mejor aspecto que el mío. Una buena muerte en lugar de esta mala vida, un infarto cortito... eso sí que estaría bien, ahora mismo lo firmaba.
-No diga eso hombre. No se venga abajo por tan poca cosa. Usted que ha peleado tanto y que ha hecho la guerra, no se va a rendir por un resbalón. Hágase a la idea que la guerra no ha acabado, tiene que luchar, ganarse cada día, vencerse en cada batalla.
-Esto no es una batalla chaval, esto es una jodida masacre.
-Vamos, vamos, que tampoco es para tanto. No parece que se haya roto nada. Ahora mismo le lavo y le cambio el pijama. ¡Ah! Y tenga, póngase los dientes.
El anciano tardó un buen rato en poder cerrar su boca desdentada.
-¿Quieres decir que me vas a...? ¿Vas a limpiarme la meada? ¿No te da asco? ¿Cómo puedes...?
-Soy un voluntario social. Hago esto todos los días y ya estoy más que acostumbrado. No hay problema.
-Pero tú eres un tío muy joven, seguro que no tienes ni los veinte cumplidos, estás en la flor de la vida... y vienes aquí a limpiarme los meados. ¿Cuál es el truco?
-El truco es que no hay truco. Simplemente un día te das cuenta de dos cosas, que hay personas que te necesitan, y que puedes ayudarlas. No en lejanos países, no al otro lado del mundo, sino a la vuelta de la esquina, en el piso de arriba... descubres que tienes un poco de tiempo que regalar y lo haces, sin darle más vueltas. Debería darse un poco de pomada antiinflamatoria en las rodillas, le aliviaría el dolor por el golpe y mejoraría de esa artritis.
-¿Pomada? Creo que se me acabó el mes pasado... No he salido mucho a la calle últimamente... Nadie me pregunta si necesito algo, y yo tampoco...
El anciano parecía aturdido, no ya por la caída, sino por el inesperado descubrimiento de lo que creía imposible. Un desconocido le prestaba su ayuda, sin pedir nada a cambio, sólo por el placer de ayudar. Era algo difícil de asimilar para alguien como él. Su vida había sido un constante pelear por cada migaja, por cada porción de miseria, desde niño, durante su juventud. Ahora en la vejez, muertas todas sus ilusiones, sólo le quedaba de su guerra perdida, una triste escaramuza a la que sobrevivir, un alargar los días y los pocos ahorros hasta la muerte.
-Venga, venga. Levante ese ánimo y no se preocupe por nada. Espéreme aquí sentado mientras bajo a la farmacia, en un par de minutos estoy de vuelta con la pomada.
-Espera chaval. Bien está que me ayudes, que me limpies las porquerías, pero no que todo esto te cueste dinero. Abre ese armario y busca unos calcetines, dentro de los rojos está el dinero, coge lo que cueste la dichosa pomada y algo más para que te subas del bar unos botellines y algo de picar. Charlaremos un rato mientras tanto, creo que me vendría bien... si no te importa.
-¿Cómo me iba a importar? Ya le he dicho que estoy aquí para ayudarle en lo que pueda.
El joven le hablaba de espaldas, entregado a la ardua tarea de encontrar un par de calcetines rojos en un enmarañado montón de ropa arrugada.
-Oye chico... esto... quisiera pedirte disculpas, siempre he sido un desastre en eso de entenderme con la gente. No sé si me explico... se me calienta la boca y a veces no sé lo que me digo. No veas los disgustos que me ha costado esta dichosa condición mía. El caso es que quisiera que no me tuvieras en cuenta todas las barbaridades que te he dicho antes. Es que este viejo es así... solamente bromeaba.
-Yo también –dijo el joven con voz amable.
Apretaba un puñado de billetes arrugados en la mano derecha. Con el pulgar de la izquierda, comprobaba el filo de su navaja.
Imagen: pezweb
-No debería hablar así señor, sobre todo a quien le ayuda desinteresadamente. Yo y mis compañeros voluntarios sólo queremos echarle una mano, a usted y a todos los que no pueden valerse por sí mismos. Lo único que pedimos a cambio es un mínimo respeto.
-Ya, ya... y sigue, y sigue con ese chau chau. Venga hombre, que yo nací de noche, pero no anoche, que tú lo que quieres es robarme. A algo le tendrás echado ya el ojo, ¿a que sí? Pero vas listo mamón, a mí no me la pegas tú, ni treinta cómo tú. Habráse visto el desgarramantas este...
El anciano hizo un gesto con la mano y su bastón cayó al suelo. El joven se agachó para recogerlo.
-¡Suelta eso ahora mismo!
-Pero señor, yo únicamente pretendía...
-¡He dicho que lo sueltes!
Al levantarse de la silla de ruedas se maldijo entre dientes. No tenía las fuerzas necesarias para sostenerse y cayó de rodillas antes de que el joven llegara hasta él. Se sintió humillado. El intenso dolor en las articulaciones apenas le dejaba pensar, cuanto menos retomar una nueva retahíla de insultos. Pero la vergüenza no paraba ahí. Al caer de bruces, su dentadura postiza había salido despedida hacia alguna parte, su espalda le agradeció el esfuerzo con un lacerante espasmo, y en su entrepierna comenzó a dejarse sentir una familiar, cálida, y deshonrosa sensación.
El joven se arrodilló junto a él y le ayudó a darse la vuelta.
-¿Se ha hecho daño? ¿Se encuentra bien?
-¿Cómo coño voy a estar bien? Lo que estoy es bien jodido ¿Es que no se me nota? Seguro que hay muertos con mejor aspecto que el mío. Una buena muerte en lugar de esta mala vida, un infarto cortito... eso sí que estaría bien, ahora mismo lo firmaba.
-No diga eso hombre. No se venga abajo por tan poca cosa. Usted que ha peleado tanto y que ha hecho la guerra, no se va a rendir por un resbalón. Hágase a la idea que la guerra no ha acabado, tiene que luchar, ganarse cada día, vencerse en cada batalla.
-Esto no es una batalla chaval, esto es una jodida masacre.
-Vamos, vamos, que tampoco es para tanto. No parece que se haya roto nada. Ahora mismo le lavo y le cambio el pijama. ¡Ah! Y tenga, póngase los dientes.
El anciano tardó un buen rato en poder cerrar su boca desdentada.
-¿Quieres decir que me vas a...? ¿Vas a limpiarme la meada? ¿No te da asco? ¿Cómo puedes...?
-Soy un voluntario social. Hago esto todos los días y ya estoy más que acostumbrado. No hay problema.
-Pero tú eres un tío muy joven, seguro que no tienes ni los veinte cumplidos, estás en la flor de la vida... y vienes aquí a limpiarme los meados. ¿Cuál es el truco?
-El truco es que no hay truco. Simplemente un día te das cuenta de dos cosas, que hay personas que te necesitan, y que puedes ayudarlas. No en lejanos países, no al otro lado del mundo, sino a la vuelta de la esquina, en el piso de arriba... descubres que tienes un poco de tiempo que regalar y lo haces, sin darle más vueltas. Debería darse un poco de pomada antiinflamatoria en las rodillas, le aliviaría el dolor por el golpe y mejoraría de esa artritis.
-¿Pomada? Creo que se me acabó el mes pasado... No he salido mucho a la calle últimamente... Nadie me pregunta si necesito algo, y yo tampoco...
El anciano parecía aturdido, no ya por la caída, sino por el inesperado descubrimiento de lo que creía imposible. Un desconocido le prestaba su ayuda, sin pedir nada a cambio, sólo por el placer de ayudar. Era algo difícil de asimilar para alguien como él. Su vida había sido un constante pelear por cada migaja, por cada porción de miseria, desde niño, durante su juventud. Ahora en la vejez, muertas todas sus ilusiones, sólo le quedaba de su guerra perdida, una triste escaramuza a la que sobrevivir, un alargar los días y los pocos ahorros hasta la muerte.
-Venga, venga. Levante ese ánimo y no se preocupe por nada. Espéreme aquí sentado mientras bajo a la farmacia, en un par de minutos estoy de vuelta con la pomada.
-Espera chaval. Bien está que me ayudes, que me limpies las porquerías, pero no que todo esto te cueste dinero. Abre ese armario y busca unos calcetines, dentro de los rojos está el dinero, coge lo que cueste la dichosa pomada y algo más para que te subas del bar unos botellines y algo de picar. Charlaremos un rato mientras tanto, creo que me vendría bien... si no te importa.
-¿Cómo me iba a importar? Ya le he dicho que estoy aquí para ayudarle en lo que pueda.
El joven le hablaba de espaldas, entregado a la ardua tarea de encontrar un par de calcetines rojos en un enmarañado montón de ropa arrugada.
-Oye chico... esto... quisiera pedirte disculpas, siempre he sido un desastre en eso de entenderme con la gente. No sé si me explico... se me calienta la boca y a veces no sé lo que me digo. No veas los disgustos que me ha costado esta dichosa condición mía. El caso es que quisiera que no me tuvieras en cuenta todas las barbaridades que te he dicho antes. Es que este viejo es así... solamente bromeaba.
-Yo también –dijo el joven con voz amable.
Apretaba un puñado de billetes arrugados en la mano derecha. Con el pulgar de la izquierda, comprobaba el filo de su navaja.
Imagen: pezweb
jueves, 13 de mayo de 2010
EN BLANCO
No puede ser.
La cabeza despejada.
La pereza en retirada.
La luz de la ventana
a punto de volver.
Hasta la calle parece distinta
Hasta las mentiras parecen mentiras
Hasta el cementerio parece moderno.
Hasta le damos,
señal de que guardamos,
tres cuartos al pregonero.
Y ahora que quiero hablar,
se me ha perdido la idea.
Andará por los rincones
Junto a las gafas de lejos.
Bajo la historia más bella.
La que siempre me empuja
a contemplar lo que escribo
por un culo de botella.
Imagen: Paulo Salles
miércoles, 12 de mayo de 2010
Y TIENE TUS OJOS
Eran la pareja perfecta. Jamás discutieron, ni una sola vez, ni de novios. Eso no quiere decir que no tuvieran opiniones distintas sobre cualquier cuestión, en realidad casi nunca estaban de acuerdo en nada, al menos al principio. Lo que ocurría es que casi siempre encontraban un punto en el que coincidían y hacían de ello lo más importante... y cuando no lo encontraban, simplemente lo olvidaban. Ese era su secreto.
Cuando él insistía en salir para disfrutar de una excursión campestre, ella porfiaba en quedarse en la ciudad para pasear un rato por las calles... y terminaban abrazados en un parque.
En esos términos transcurrió su maravillosa vida en común, hasta que cierto día, ella dijo que iban a tener un hijo.
Él encontró mil razones para no dar un paso tan importante como ese. Su trabajo no iba todo lo bien que debiera, el gasto extra que un bebé supondría sería imposible de afrontar por su maltrecha economía, no disponían de espacio suficiente en su pequeño apartamento de un solo dormitorio, y lo más importante, ambos sabían de lo excepcional de su relación, no conocían a nadie con tanta felicidad en sus vidas. ¿Por qué alterar algo tan precioso y delicado? ¿Por qué en ese momento? Eran muy jóvenes aún, el paso de unos años seguramente les haría incluso ser mejores personas, y por lo tanto mejores padres.
Ella sólo encontró una. Necesitaba ser madre.
Nada la haría más feliz que una preciosa niña... porque sabía con toda certeza que sería una niña. Era algo que anhelaba desde hacía largo tiempo, y no era un secreto, es que nunca encontró el momento adecuado para hablar de ello.
Por primera vez llegaron los reproches, y tal vez por ser la primera, llegaron en desbandada. Él la acusó de irreflexiva y caprichosa, ella le echó en cara su falta de comprensión hacia una necesidad tan íntima e irrefrenable.
Algo turbio y amargo comenzó entonces a tomar forma entre ellos. El nivel de las reprobaciones fue descendiendo con el paso de los días y se hicieron cada vez más triviales: la sal que ella le ponía a las comidas, la tapa del retrete que él siempre dejaba levantada, los insoportables ronquidos de ella, la irritante tos seca de él... hasta que todo se redujo a un par de puntos concretos.
Él siempre había soñado con instalar un gran acuario marino en casa. Desde niño se había sentido fascinado por uno que había en la tienda de animales frente a su portal. Era algo casi mágico, un pedazo de ese maravilloso mundo de aguas transparentes e ingrávidas, habitado por pequeñas criaturas semejantes a ángeles. La sensación de paz que aquello le transmitía era inmensa, imposible de ser explicada a los demás. Tener permanentemente algo así frente a su sillón favorito, sería como dejar siempre abierta una ventana al paraíso. Ella la cerró. Él creyó olvidarlo.
Si no tenemos espacio para un acuario, cuanto menos para un hijo.
Si comparas algo como un acuario con un hijo, es que has perdido el juicio.
Si no respetas mis sueños, no me pidas que respete tu falta de sensatez.
Si nuestro hijo es una falta de sensatez, tus sueños son infantiles y ridículos.
Si mis sueños son ridículos, no sé como llamar a tu imprevista locura maternal.
Si crees que estoy loca por querer un hijo, tú no estás mejor por querer un pez.
Si nunca quisiste cuidar de un simple pez, no estás preparada para cuidar de un hijo.
Si vuelves a comparar a mi hijo con tu pez, no volveré a dirigirte la palabra.
Si eso es lo que deseas, no seré yo el que te obligue a lo contrario.
Y aunque se seguían queriendo como el primer día, los siguientes nueve meses de embarazo transcurrieron en silencio, en medio de uno de los silencios más dolorosos del mundo.
Una mañana ella rompió aguas. Él recibió una llamada en la oficina, por un momento se quedó sin palabras, y nada más colgar, saltó por encima de la mesa de su despacho y bajó las escaleras de tres en tres. Al llegar al hospital las subió de cuatro en cuatro. Una vez llegó a la sección de maternidad, el sombrío rostro de una enfermera se lo dijo todo, no necesitó escuchar sus palabras. Habían surgido serios problemas en el parto.
Le obligaron a sentarse, a intentar serenarse, pero él no podía escuchar. Su cabeza bullía en remordimientos. Si algo la ocurría, jamás podría perdonarse. Había sido un estúpido, un ciego estúpido que tiraba su felicidad por los suelos. Un tonto egoísta que había despilfarrado meses y meses de su vida junto a la mujer que amaba mientras esta le preparaba un regalo, un regalo maravilloso y extraordinario que él se había empeñado en despreciar con absurda tozudez. Tal vez fuera culpa suya lo que ahora ocurría, seguro que lo era. Tal vez fuera ya demasiado tarde... dolía tanto, que no pudo ni pensar en ello.
Entonces se oyó un grito tras la puerta del paritorio. Un par de celadores llegaron a la carrera desde el fondo del pasillo. Voces alarmadas, urgentes. Alguien empezó a llorar. Un ruidoso y continuo trastear de cosas metálicas. Más médicos entrando y saliendo, más gritos, más ordenes, más llantos, y al fin, calma... aunque una calma extraña.
Habían pasado horas... ignoraba cuantas... no podía esperar más... avanzó hasta las puertas abatibles y las empujó con cuidado. La sala estaba repleta de hombres y mujeres dándole la espalda, nadie le prestó atención, y su corazón se contrajo de pura angustia. Imaginaba lo terrible que le podía esperar al otro lado de aquél muro de batas blancas, no quería saberlo, pero sus pies opinaron lo contrario, y le llevaron por sí solos.
Se miraron a los ojos. Supo entonces que todo lo malo había pasado para no volver. Ella estaba demacrada, sudorosa, con los párpados enrojecidos por el dolor y las lágrimas, pero era feliz... lo era como nunca antes lo había sido. En sus brazos descansaba un paño blanco y hueco que dejó caer para señalar con el dedo hacia una gran mesa. Sobre ella había un gran contenedor de cristal lleno de agua donde nadaba un ser imposiblemente hermoso... hermoso y radiante... mitad niña y mitad pez.
-¿A que es preciosa nuestra sirenita? Y tiene tus ojos...
Imagen: khana_kusi
martes, 11 de mayo de 2010
domingo, 9 de mayo de 2010
ESTO ME DIJO UN AMIGO HACE POCO...
Tuve, en vísperas de las pasadas elecciones, la humorada de asomarme al paraíso de cierto teatro donde se celebraba un mitin electoral. Era para mí un espectáculo nuevo en el que tomaban parte antiguos amigos de amplias ideas con gentes nuevas de limitadísimas orientaciones. Salí de allí con la cabeza caliente y los pies fríos. Tuve que soportar una regular jaqueca de providencialismo político y, naturalmente, sufrí las consecuencias. Estoy maravillado. No pasan días por las gentes. No hay experiencia bastante fuerte para abrirles los ojos. No hay razón que los aparte de la rutina.
Como los creyentes que todo lo fían a la providencia, así los radicales, aunque se llamen socialistas, continúan poniendo sus esperanzas en los concejales y diputados y ministros del respectivo partido. «Nuestros concejales harán esto y lo otro y lo de más allá.» «Nuestros diputados conquistarán tanto y cuanto y tanto más.» «Nuestros ministros decretarán, crearán, transformarán cuanto haya que decretar, crear y transformar.» Tal es la enseñanza de ayer, de hoy y de mañana. Y así el pueblo, a quien se apela a toda hora, sigue aprendiendo que no tiene otra cosa que hacer sino votar y esperar pacientemente a que todo se le dé hecho. Y va y vota y espera.
Tentado estuve de pedir la palabra y arremeter de frente contra la falaz rutina que así adormece a las gentes. Tentado estuve de gritar al obrero allí presente y en gran mayoría:
«Vota, si, vota; pero escucha. Tu primer deber es salir de aquí y seguidamente actuar por cuenta propia. Ve y en cada barrio abre una escuela laica, funda un periódico, una biblioteca; organiza un centro de cultura, un sindicato, un círculo obrero, una cooperación, algo de lo mucho que te queda por hacer. Y verás, cuando esto hayas hecho, como los concejales, los diputados y los ministros, aunque no sean tus representantes, los representantes de tus ideas, siguen esta corriente de acción y, por seguirla, promulgan leyes que ni les pides ni necesitas; administran conforme a estas tendencias, aunque tu nada les exijas; gobiernan, en fin, según el ambiente por ti creado directamente, aunque a ti maldito lo que te importe de lo que ellos hagan. Mientras que ahora, como te cruzas de brazos y duermes sobre los laureles del voto-providencia, concejales, diputados y ministros, por muy radicales y socialistas que sean, continuarán la rutina de los discursos vacíos, de las leyes necias y de la administración cominera. Y suspirarás por la instrucción popular, y continuarás tan burro como antes, clamarás por la libertad y tan amarrado como antes a la argolla del salario seguirás, demandarás equidad, justicia, solidaridad, y te darán fárragos y más fárragos de decretos, de leyes, reglamentos, pero ni una pizca de aquello a que tienes derecho y no gozas porque ni sabes ni quieres tomártelo por tu mano.
«¿Quieres cultura, libertad, igualdad, justicia? Pues ve y conquístalas, no quieras que otros vengan a dártelas. La fuerza que tú no tengas, siéndolo todo, no la tendrán unos cuantos, pequeña parte de ti mismo. Ese milagro de la política no se ha realizado nunca, no se realizará jamás. Tu emancipación será tu obra misma, o no te emanciparás en todos los siglos de los siglos.
«Y ahora ve y vota y remacha tu cadena.»
Fue hace algo más de cien años, en Gijón, en un mes de Diciembre. Su nombre era Ricardo Mella Cea. Un tipo un tanto raro, de esos que no distinguen entre el siglo pasado, este, o el que viene.
Imagen: noeliadiaco
Como los creyentes que todo lo fían a la providencia, así los radicales, aunque se llamen socialistas, continúan poniendo sus esperanzas en los concejales y diputados y ministros del respectivo partido. «Nuestros concejales harán esto y lo otro y lo de más allá.» «Nuestros diputados conquistarán tanto y cuanto y tanto más.» «Nuestros ministros decretarán, crearán, transformarán cuanto haya que decretar, crear y transformar.» Tal es la enseñanza de ayer, de hoy y de mañana. Y así el pueblo, a quien se apela a toda hora, sigue aprendiendo que no tiene otra cosa que hacer sino votar y esperar pacientemente a que todo se le dé hecho. Y va y vota y espera.
Tentado estuve de pedir la palabra y arremeter de frente contra la falaz rutina que así adormece a las gentes. Tentado estuve de gritar al obrero allí presente y en gran mayoría:
«Vota, si, vota; pero escucha. Tu primer deber es salir de aquí y seguidamente actuar por cuenta propia. Ve y en cada barrio abre una escuela laica, funda un periódico, una biblioteca; organiza un centro de cultura, un sindicato, un círculo obrero, una cooperación, algo de lo mucho que te queda por hacer. Y verás, cuando esto hayas hecho, como los concejales, los diputados y los ministros, aunque no sean tus representantes, los representantes de tus ideas, siguen esta corriente de acción y, por seguirla, promulgan leyes que ni les pides ni necesitas; administran conforme a estas tendencias, aunque tu nada les exijas; gobiernan, en fin, según el ambiente por ti creado directamente, aunque a ti maldito lo que te importe de lo que ellos hagan. Mientras que ahora, como te cruzas de brazos y duermes sobre los laureles del voto-providencia, concejales, diputados y ministros, por muy radicales y socialistas que sean, continuarán la rutina de los discursos vacíos, de las leyes necias y de la administración cominera. Y suspirarás por la instrucción popular, y continuarás tan burro como antes, clamarás por la libertad y tan amarrado como antes a la argolla del salario seguirás, demandarás equidad, justicia, solidaridad, y te darán fárragos y más fárragos de decretos, de leyes, reglamentos, pero ni una pizca de aquello a que tienes derecho y no gozas porque ni sabes ni quieres tomártelo por tu mano.
«¿Quieres cultura, libertad, igualdad, justicia? Pues ve y conquístalas, no quieras que otros vengan a dártelas. La fuerza que tú no tengas, siéndolo todo, no la tendrán unos cuantos, pequeña parte de ti mismo. Ese milagro de la política no se ha realizado nunca, no se realizará jamás. Tu emancipación será tu obra misma, o no te emanciparás en todos los siglos de los siglos.
«Y ahora ve y vota y remacha tu cadena.»
Fue hace algo más de cien años, en Gijón, en un mes de Diciembre. Su nombre era Ricardo Mella Cea. Un tipo un tanto raro, de esos que no distinguen entre el siglo pasado, este, o el que viene.
Imagen: noeliadiaco
DIVERSUS INTER PARES
Tan cortos eran sus pasos, tan pesado su ánimo, y tanto arrastraba los zapatos, que al caminar levantaba nubes de tristeza. Así llegó a la plaza, así entró en la vieja librería de siempre.
Dio un breve paseo entre las estanterías y no encontró nada nuevo. Lo mismo que de costumbre. Sin fuerzas para continuar, cuando estaba a punto de darse por vencido y marcharse a casa, se detuvo ante una gran mesa repleta de libros para ojear uno de ellos sin demasiado interés. Buscaba algo ligero, nada demasiado profundo. Ahora, más que nunca, se sentía dominado por esa habitual e imperiosa necesidad de dejarse llevar, de no pensar más de lo estrictamente necesario.
Los últimos meses de trabajo habían sido realmente agotadores. La atmósfera de la mina se había vuelto irrespirable, una viciada mezcla de humo, polvo, y mil alientos tan ahogados como el suyo. Su diminuta cabina en la excavadora parecía haberse hecho aún más pequeña, si no fuera una locura, diría que sus paredes se estrechaban día a día intentando aplastarle, exprimirle tal vez... cosas de su imaginación. Seguro que así era. Tantos años entregado en cuerpo y alma a aquél monótono trabajo tenían que hacer mella en el juicio de cualquiera. Estaba seguro de que un poco de lectura despejaría de su mente tan extraños pensamientos. Muy pronto, todo volvería a ser como antes.
Apenas sacó los ojos de entre las páginas, descubrió que había alguien más al otro lado del mostrador. Miró con disimulo, y comprobó que ese alguien ojeaba un libro igual al suyo. Un ligerísimo sentimiento de disgusto le llegó desde alguna parte, no supo por qué, ni siquiera de donde, y lo dejó correr. Comprobó algo más. Las manos de aquél desconocido eran increíblemente parecidas a las suyas, como lo eran sus brazos, su pelo, sus ropas, su cara, sus ojos...
Se atrevió por fin a levantar la mirada y creyó encontrarse ante un espejo, ante un duplicado de sí mismo, pero un duplicado imperfecto. Un pico de la camisa de su reflejo colgaba por fuera del pantalón. Tuvo la absoluta certeza de que no era un detalle casual, sino algo más bien premeditado. Creyó percibir incluso, cierto gesto de orgullo en aquél rostro gemelo. Dejó el libro en el estante y salió a la calle.
Tal era su estado de indolencia, que nada de lo ocurrido en el interior de la librería le afectó en lo más mínimo. Sabía perfectamente de lo insólito e inquietante que aquél encuentro había tenido. Suponía que cualquier otro en su lugar, habría salido corriendo a la calle gritando, espantado en busca de un policía o de un psiquiatra, pero él no hizo nada. Durante el largo camino a casa no dejó de pensar en ello, ni de preguntarse a sí mismo por qué había reaccionado de una manera tan fría ante tan extraño suceso, si su actitud no sería señal de algún tipo de problema, de una enfermedad tal vez.
Se topó con su mala conciencia, fue justo al doblar la última esquina, cayó a plomo sobre sus hombros, y le impidió dar un solo paso más. Supo entonces lo que debía hacer para librarse de tan pesada carga.
Aún a riesgo de ser tachado de loco, contaría lo ocurrido a las autoridades. Era lo más sensato. Hablar de ello le aliviaría, sería lo mejor, no quería que su experiencia imposible le persiguiera durante el resto de sus días. La desgana y el desinterés que ahora sentía le protegerían durante un tiempo, pero no demasiado, más pronto que tarde llegarían las pesadillas, en todas ellas tomaría el libro del estante y se enfrentaría aterrado a su imperfecto reflejo, lo haría noche tras noche, despertando a cada poco, empapado en sudor, delirando, hasta tener que confesarlo por pura y simple desesperación. Entonces todo sería mucho más complicado.
El estado se ocuparía de investigar el asunto, los del ministerio mundial de seguridad e igualdad disponían de todo lo necesario para que aquella monstruosa locura no volviera a repertirse. La humanidad había alcanzado al fin, lo que siempre fue un sueño, y no podía tolerarse un sólo paso atrás.
La diferencia, esa perniciosa enfermedad del hombre antiguo, había sido erradicada siglos atrás, pero aún así, había que mantenerse alerta ante cualquier rebrote. Los derechos y la seguridad de diez mil millones de seres clonados debían ser defendidos a toda costa.
Recordó aquellas viejas palabras y su ánimo cobró fuerzas.
“Siempre iguales, siempre felices”
Imagen: Wari
Dio un breve paseo entre las estanterías y no encontró nada nuevo. Lo mismo que de costumbre. Sin fuerzas para continuar, cuando estaba a punto de darse por vencido y marcharse a casa, se detuvo ante una gran mesa repleta de libros para ojear uno de ellos sin demasiado interés. Buscaba algo ligero, nada demasiado profundo. Ahora, más que nunca, se sentía dominado por esa habitual e imperiosa necesidad de dejarse llevar, de no pensar más de lo estrictamente necesario.
Los últimos meses de trabajo habían sido realmente agotadores. La atmósfera de la mina se había vuelto irrespirable, una viciada mezcla de humo, polvo, y mil alientos tan ahogados como el suyo. Su diminuta cabina en la excavadora parecía haberse hecho aún más pequeña, si no fuera una locura, diría que sus paredes se estrechaban día a día intentando aplastarle, exprimirle tal vez... cosas de su imaginación. Seguro que así era. Tantos años entregado en cuerpo y alma a aquél monótono trabajo tenían que hacer mella en el juicio de cualquiera. Estaba seguro de que un poco de lectura despejaría de su mente tan extraños pensamientos. Muy pronto, todo volvería a ser como antes.
Apenas sacó los ojos de entre las páginas, descubrió que había alguien más al otro lado del mostrador. Miró con disimulo, y comprobó que ese alguien ojeaba un libro igual al suyo. Un ligerísimo sentimiento de disgusto le llegó desde alguna parte, no supo por qué, ni siquiera de donde, y lo dejó correr. Comprobó algo más. Las manos de aquél desconocido eran increíblemente parecidas a las suyas, como lo eran sus brazos, su pelo, sus ropas, su cara, sus ojos...
Se atrevió por fin a levantar la mirada y creyó encontrarse ante un espejo, ante un duplicado de sí mismo, pero un duplicado imperfecto. Un pico de la camisa de su reflejo colgaba por fuera del pantalón. Tuvo la absoluta certeza de que no era un detalle casual, sino algo más bien premeditado. Creyó percibir incluso, cierto gesto de orgullo en aquél rostro gemelo. Dejó el libro en el estante y salió a la calle.
Tal era su estado de indolencia, que nada de lo ocurrido en el interior de la librería le afectó en lo más mínimo. Sabía perfectamente de lo insólito e inquietante que aquél encuentro había tenido. Suponía que cualquier otro en su lugar, habría salido corriendo a la calle gritando, espantado en busca de un policía o de un psiquiatra, pero él no hizo nada. Durante el largo camino a casa no dejó de pensar en ello, ni de preguntarse a sí mismo por qué había reaccionado de una manera tan fría ante tan extraño suceso, si su actitud no sería señal de algún tipo de problema, de una enfermedad tal vez.
Se topó con su mala conciencia, fue justo al doblar la última esquina, cayó a plomo sobre sus hombros, y le impidió dar un solo paso más. Supo entonces lo que debía hacer para librarse de tan pesada carga.
Aún a riesgo de ser tachado de loco, contaría lo ocurrido a las autoridades. Era lo más sensato. Hablar de ello le aliviaría, sería lo mejor, no quería que su experiencia imposible le persiguiera durante el resto de sus días. La desgana y el desinterés que ahora sentía le protegerían durante un tiempo, pero no demasiado, más pronto que tarde llegarían las pesadillas, en todas ellas tomaría el libro del estante y se enfrentaría aterrado a su imperfecto reflejo, lo haría noche tras noche, despertando a cada poco, empapado en sudor, delirando, hasta tener que confesarlo por pura y simple desesperación. Entonces todo sería mucho más complicado.
El estado se ocuparía de investigar el asunto, los del ministerio mundial de seguridad e igualdad disponían de todo lo necesario para que aquella monstruosa locura no volviera a repertirse. La humanidad había alcanzado al fin, lo que siempre fue un sueño, y no podía tolerarse un sólo paso atrás.
La diferencia, esa perniciosa enfermedad del hombre antiguo, había sido erradicada siglos atrás, pero aún así, había que mantenerse alerta ante cualquier rebrote. Los derechos y la seguridad de diez mil millones de seres clonados debían ser defendidos a toda costa.
Recordó aquellas viejas palabras y su ánimo cobró fuerzas.
“Siempre iguales, siempre felices”
Imagen: Wari
sábado, 8 de mayo de 2010
PASOPALABRA (Thomas Jefferson y las instituciones bancarias)
"Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda, los bancos y todas las instituciones que florecerán en torno a los bancos, privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, en seguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo, sobre la tierra que sus padres conquistaron".
Thomas Jefferson
1802
Imagen via:www.carlosblanco.com
viernes, 7 de mayo de 2010
GORE... ¡ESA ES LA PALABRA!
"...es un tipo de película de terror que se centra en lo visceral y la violencia gráfica. Estas películas, mediante el uso de efectos especiales y exceso de sangre artificial, intentan demostrar la vulnerabilidad del cuerpo humano y teatralizar su mutilación... Algunas veces es tan excesivo que se convierte en un elemento cómico, como se ve en..."
Fuente: Wikipedia
Vía: omaster83
Fuente: Wikipedia
Vía: omaster83
miércoles, 5 de mayo de 2010
CUESTIONES DE PAREJA
El edificio gris era un almacén de sombras, de seres sombríos, inmóviles, como puntos en un mapa. Sombrías e inmensas salas, abarrotadas de comas. Sombríos e interminables pasillos llenos de puntos suspensivos... aquél asilo no era el mejor lugar del mundo para poner punto y final, para empezar de nuevo.
Su edad tampoco ayudaba demasiado, pero lo tenía decidido, había llegado el momento de dar un giro total a su relación. No le importaba la opinión de los otros, ni siquiera la de sus amigos. Sabía de sobra que allí, todos le tomaban por loco. Ya pocos se molestaban en disimular las maliciosas sonrisas, en interrumpir los crueles chistes al cruzarse con él.
Olvidarse de los demás, olvidarlo todo, y con tal de hacerla feliz, destruir al viejo mentecato que antes era. En eso emplearía el tiempo que le quedaba.
Para empezar, era preciso desembarazarse de los malos hábitos, acabar de una vez por todas con la rutina, con esa odiosa y anodina costumbre del “sábado sabadete” Hacerla sentirse alguien muy especial, la única dueña de su corazón, la reina del gran baile, la princesa del cuento que él le escribiría cada día del resto de sus vidas.
No llegaba a explicarse su imperdonable falta de sensibilidad hacia ella, hacia la que durante tantos y tantos años le había acompañado en los buenos y en los malos momentos, siempre en silencio, aceptando de buen grado todas sus decisiones por absurdas que estas fueran. Quiso encontrar palabras para definir su lealtad sin límites, su generosidad, su apoyo incondicional, y por más que buscó, sólo una encontró. Amor.
Lo tenía todo preparado desde hacía semanas. Esa misma noche le iba a proponer escaparse juntos. Aprovecharían un momento de confusión, ese que siempre había cuando se acaba la hora de las visitas. La llevaría a un buen restaurante, uno de esos caros y románticos. No habría más remedio que hablar del pasado, de lo que ya no tenía solución y era mejor olvidar, pero también del futuro, de todo lo bueno que les quedaba por vivir. Después pasearían por el parque, acompañados de lejos por un par de violinistas que había contratado. A continuación preguntaría si la apetecía sentarse un rato, entonces la llevaría de la mano hasta el estanque, hasta un rincón que él ya conocía, un banco adornado con flores, allí le contarían a la luna llena cuán grande era su pasión.
Entonces, y sólo entonces, la besaría. Como si fuera la primera vez. A pesar de sus muchos años, sin importarle la presencia de los músicos, al fin y al cabo ya eran otros tiempos.
Todo aquello le supondría un buen dinero, pero no repararía en gastos, eso de ahorrar para la vejez y las malas rachas fue la idea más estúpida que nunca tuvo. Ya era demasiado viejo y no le quedaban muchas más rachas. Había llegado el momento de apurarlo todo... y con ella a su lado.
Un poema. En ese preciso momento, la idea de escribir unas pocas líneas sobre lo que sentía su corazón le pareció apropiada. Al siguiente necesaria. Poco después, urgente y vital. Tenía tanto por hacer, tanto por deshacer...
Y por fin llegó el momento.
Con el corazón entre las manos, él habló y habló sobre sus renacidos sentimientos, sobre la felicidad que el mundo les debía, sobre lo importante de no dejar escapar aquellos últimos sorbos de dicha, de lo divino y de lo humano, de los cielos y la tierra. Ella no dijo palabra.
Ni un ligero gesto de aprobación ante su sentida confesión de culpabilidad. Nada. Permaneció inmutable, absolutamente apática, sin dar muestras de emoción alguna frente a sus promesas, a sus ruegos, y por último, a sus lágrimas.
Tal vez fuera por su amargura, algo comenzó a cambiar dentro de él. Sin tiempo para poder ponerle nombre, un negro sentimiento de frustración se abrió paso en su pecho. De su mano llegó otro aún más oscuro. La ira.
No comprendía aquella sádica muestra de crueldad. Habría aceptado los reproches, los reparos a creer en sus juramentos, incluso una firme negativa a sus deseos de olvidar lo pasado. Cualquier cosa antes que aquella insoportable indiferencia.
Con la mirada en el suelo, imaginó los restos humeantes de su felicidad, la de los dos, la que había llenado sus sueños durante mil noches en vela, la que ya era imposible porque ella la había matado.
Esa misma noche, forzó la cerradura de su habitación y caminó sin rumbo por los desolados pasillos. La casualidad le llevó hasta las cocinas. Allí, entre la penumbra, su cuerpo decidió por él y se sentó en un rincón. Contempló la interminable y ordenada fila de cacerolas que colgaban del techo; sobre la gran encimera y perfectamente alineados, los cucharones, los cuchillos, la puerta del horno entreabierta...
Fue entonces, en el instante en que el blanco de su mente se hizo más intenso, cuando lo asumió por completo. Su vida junto a ella era imposible, eso significaba sufrimiento. Se puso en pie, y avanzó con paso firme hasta la encimera. Probó varios cuchillos en su propia carne, eligió el más afilado, enterró en un profundo foso aquello que antes era amor, y se decidió a cortar por lo sano.
Durante los meses que siguieron, aquello fue el tema de conversación más socorrido entre los empleados del centro. La noticia salió en todos los periódicos y supuso la destitución del encargado de seguridad del hospital psiquiátrico. Este se defendió de todas las acusaciones en una multitudinaria rueda de prensa en la que declaró:
“No soy responsable de nada de lo ocurrido, a los locos sólo se les ocurren locuras, y estas son cosas que pasan. A este se le ocurrió meterse en las cocinas y cortarse la polla con un cuchillo, vayan ustedes a saber lo que tendría en la cabeza...”
Imagen: remed_art
martes, 4 de mayo de 2010
DE ENTRE LOS MUERTOS
Yo hace tiempo que no vivo.
Años... no recuerdo, tal vez siglos.
Me enterraron pieza a pieza,
arropado con mi tierra.
Con honores,
con banderas,
como a un hijo de la patria
y bajo tres cuartas de mierda.
Toda sangre y todo el fango
es lo mismo bajo el fuego.
No te engañes compañero,
amor de madre,
amor de hijo
amor de amante...
lo demás es sueño negro.
Enrólate a ese ejercito
que en vez de balas use cantos.
Por bandera la colada
y le declare larga guerra,
sin prisioneros, sin tregua,
a la paz del campo santo.
Serás un héroe.
Serás un hombre,
más que eso, un caballero.
De los de lanza en astillero,
de los de estatua con caballo,
con placa de bronce
con niños, con palomas,
con leyenda en ocho idiomas.
Porque habrás muerto en tu lecho
colgado de un abrazo
fusilado a caricias
como tiro de gracia, un beso.
De este modo,
con el alma del revés,
la muerte será amable
y te acogerá como a un hijo
como al capitán de los cobardes.
En ese infierno hará fresco
bajo un cielo de tocino
con tropezones de risa
sin una gota de Sabino.
Imagen: kevindooley
lunes, 3 de mayo de 2010
domingo, 2 de mayo de 2010
BENITO EL EXPLORADOR
Dicen que hay que morir como mueren las buenas juergas, ni borracho ni sediento. Benito Barrientos jamás escuchó nada parecido, tal vez por eso nunca abandonaba las suyas hasta caer de rodillas, tal vez por eso nunca pensaba en la muerte.
Solía presumir de ser un hombre hecho a sí mismo, sin la ayuda de nadie. Decía la verdad. Tras años y años de completa dedicación, consiguió convertirse en un personaje más o menos conocido por todos, para los que más, era “El borracho de Benito”, para los que menos, sólo “Benito el borracho”
No sin gran esfuerzo, esa noche también logró arrastrar su rechoncho cuerpo hasta el portal de la casa de huéspedes. Allí tenía alquilado un lúgubre cuartucho sin ventana, solamente adornado con una triste bombilla y un camastro donde dormir las borracheras. Su hogar desde hacía mucho, desde la llegada de los malos tiempos, desde que un cáncer se llevó a su mujer, desde que le echaron del trabajo, y desde que le quitaron su casa. Tan sólo le dejaron su vacío, ese inmenso hueco interior, que por una simple cuestión de equilibrio, procuraba mantener siempre lleno de algo... vino, a poder ser.
Antes de eso su vida era normal, normal y estupendamente aburrida, convenientemente aliñada con más normalidad y su correspondiente ración de fracaso, triunfo, deseo, y frustración. La suya era que siempre soñó con ver mundo, al menos cualquier otra parte de él que no fuera aquél barrio sucio y gris en el que vivía. Siendo niño, ya se imaginaba convertido en uno de aquellos aventureros intrépidos de los libros de historia, aquellos que dedicaban su vida y su fortuna a descubrir lo inexplorado, lo que la mayoría de los humanos sólo veía dibujado en un mapa. Recordaba cada nombre y cada fecha, el pequeño Benito había pasado muchas tardes tras ellos, escalando, abriendo caminos a través de la jungla, recorriendo la antártida, temblando de emoción al llegar a las últimas páginas de aquellos viejos libros, confiando en que algún día, su apellido se escribiera al lado de los de Amundsen, Hillary o Livingstone.
Era un sueño que no le había abandonado a pesar de los años. Ni a pesar de su falta de redaños para mandarlo todo al infierno. Ni a pesar de haberse convertido en un apocado y solitario hombrecillo masacrado por el alcohol. Ni a pesar de todo lo demás. El suyo era un anhelo que se limitaba simplemente a permanecer vivo, a subsistir con la forma de esa diminuta y persistente chispa, que por alguna insospechada razón, se niega a apagarse del todo.
Ahora, ese hombrecillo entablaba un combate a muerte contra la cerradura del portal.
Balanceándose a un lado y a otro, obligándose a sostener el enorme peso de los párpados, intentaba encajar la llave en aquél huidizo agujero oscuro. Gracias a su insistencia y a un afortunado golpe de suerte, consiguió al fin abrir la puerta. Lo celebró con un desgarrado grito de júbilo que sólo sirvió para dos cosas, despertar a la portera, y provocarse un doloroso golpe de tos. Ambas terminaron de la peor manera posible. Con los hediondos restos de su escasa cena esparcidos por todas partes, y la iracunda mujer despertando a todo el vecindario con sus reproches y gritos.
Nada nuevo para Benito, que encogiéndose de hombros y sacudiendo las salpicaduras de los faldones de su sucia gabardina, comenzó a subir las escaleras como si nada hubiera ocurrido. Las miradas de desprecio clavadas en su espalda tras cruzarse con algún vecino, las amenazas de su casero de ponerle en la calle si no pagaba el recibo del alquiler, la amargura de saber que mañana habría más de lo mismo... estaba acostumbrado, con apenas un par de tragos podía encajar eso, y mucho más.
Lo único que no soportaba era aquella interminable ascensión hasta el quinto, la angustiosa sensación de ahogo que tras los primeros peldaños, se aferraba a su pecho y le obligaba a detenerse a cada poco. Cada descansillo era para él como un oasis en medio de su particular desierto de cinco pisos. A veces hasta caía en la tentación de tumbarse en el suelo y cometer el terrible pecado de cerrar los ojos, pecado que pagaba con la dolorosa penitencia de volver a ponerse en pie y retomar la ascensión.
De alguna parte de su embotada cabeza surgió la idea de que las fatigas por llegar hasta su piso, debían de ser muy parecidas a las de aquellos grandes exploradores que tanto admiraba. Pensó satisfecho, que al fin y al cabo compartía algo con ellos. Eso le ayudó a subir un nuevo tramo, el último repecho antes de dejarse caer sobre el somier sin colchón de su cama.
En busca de la llave, palpó los bolsillos de su gabardina, lo hizo varias veces, y cuando estuvo seguro de no llevarla encima, pensó que tal vez se le habría caído al suelo. Conteniendo un repentino mareo, miró a su alrededor y no vio nada. Dio unos pasos atrás y se maldijo a sí mismo por haberla perdido. Intentó patear la pared con rabia, perdió el equilibrio al tomar impulso, y trastabillando, fue a dar contra los escalones que había a su espalda.
Necesitó de unos minutos para poder encajar aquella nueva demostración de torpeza. Aún doliéndose del fuerte golpe y algo mareado, se imaginó a sí mismo despatarrado en aquél descansillo, pálido como un muerto, con el aspecto astroso y ridículo que ya siempre le acompañaba. Entonces se dio cuenta de algo muy curioso. Creía que su piso era el último, no sabía que hubiera nadie más arriba. Pensó que lo habría olvidado... que el vino tenía esas cosas.
Se puso en pie, y mientras se frotaba su magullado trasero, contempló aquellos escalones. Se preguntó a donde llevarían, nada más hacerlo se rió de tan estúpida pregunta. “Amundsen, Scott, Marco Polo, Livingstone... os vais a enterar de quién soy yo” Dijo Benito con un hiposo susurro. Y sin pensarlo dos veces, apenas una sola, se aferró al pasamanos para comenzar la subida.
Ni siquiera desperdició un segundo en echar un vistazo hacia arriba por el hueco de escalera. No había tiempo... tenía que aprovechar ese impulso que ahora sentía, esa fuerza que a veces prestaban las buenas borracheras, las que por unos momentos, convertían al mono tambaleante en un auténtico tigre. De ese modo subía aquellos peldaños, devorándolos, de dos en dos, de tres en tres, piso tras piso, sin ceder al desanimo ni al cansancio, tal y como lo harían sus admirados héroes al sentir en el aire la cercanía de una cumbre.
Para ir más ligero, hizo como ellos. A medida que subía fue desembarazándose de cualquier lastre innecesario: de su raída y apestosa gabardina, del incómodo sentido común que se empeñaba en hacerle regresar para continuar con la búsqueda de su llave, del sentimiento de culpa por haber malgastado su vida, de la pena, del miedo que llegaba tras la pena, de la misma borrachera, incluso de la molesta certeza de que en todo aquél barrio no existía ningún edificio de tantos pisos.
Y así, con la mente despejada y en un estado de euforia que nunca había conocido, se enfrentó a aquél último escalón. A pocos metros de él descubrió una puerta, pero no una puerta como las demás, era una puerta con un aspecto muy diferente, adornada con delicadas incrustaciones de lo que parecía plata y oro, rodeada de un ancho marco labrado en marfil...
Al acercarse, antes incluso de llegar a rozarla siquiera... la puerta comenzó a abrirse muy lentamente. Un anciano de barbas blancas, aspecto afable, y entrado en carnes, le sonreía mientras jugueteaba con la infinidad de llaves que colgaban de su ancho cinturón.
A Benito sólo se le ocurrió decir: “San Pedro... supongo”
Imagen:jovisala47
Solía presumir de ser un hombre hecho a sí mismo, sin la ayuda de nadie. Decía la verdad. Tras años y años de completa dedicación, consiguió convertirse en un personaje más o menos conocido por todos, para los que más, era “El borracho de Benito”, para los que menos, sólo “Benito el borracho”
No sin gran esfuerzo, esa noche también logró arrastrar su rechoncho cuerpo hasta el portal de la casa de huéspedes. Allí tenía alquilado un lúgubre cuartucho sin ventana, solamente adornado con una triste bombilla y un camastro donde dormir las borracheras. Su hogar desde hacía mucho, desde la llegada de los malos tiempos, desde que un cáncer se llevó a su mujer, desde que le echaron del trabajo, y desde que le quitaron su casa. Tan sólo le dejaron su vacío, ese inmenso hueco interior, que por una simple cuestión de equilibrio, procuraba mantener siempre lleno de algo... vino, a poder ser.
Antes de eso su vida era normal, normal y estupendamente aburrida, convenientemente aliñada con más normalidad y su correspondiente ración de fracaso, triunfo, deseo, y frustración. La suya era que siempre soñó con ver mundo, al menos cualquier otra parte de él que no fuera aquél barrio sucio y gris en el que vivía. Siendo niño, ya se imaginaba convertido en uno de aquellos aventureros intrépidos de los libros de historia, aquellos que dedicaban su vida y su fortuna a descubrir lo inexplorado, lo que la mayoría de los humanos sólo veía dibujado en un mapa. Recordaba cada nombre y cada fecha, el pequeño Benito había pasado muchas tardes tras ellos, escalando, abriendo caminos a través de la jungla, recorriendo la antártida, temblando de emoción al llegar a las últimas páginas de aquellos viejos libros, confiando en que algún día, su apellido se escribiera al lado de los de Amundsen, Hillary o Livingstone.
Era un sueño que no le había abandonado a pesar de los años. Ni a pesar de su falta de redaños para mandarlo todo al infierno. Ni a pesar de haberse convertido en un apocado y solitario hombrecillo masacrado por el alcohol. Ni a pesar de todo lo demás. El suyo era un anhelo que se limitaba simplemente a permanecer vivo, a subsistir con la forma de esa diminuta y persistente chispa, que por alguna insospechada razón, se niega a apagarse del todo.
Ahora, ese hombrecillo entablaba un combate a muerte contra la cerradura del portal.
Balanceándose a un lado y a otro, obligándose a sostener el enorme peso de los párpados, intentaba encajar la llave en aquél huidizo agujero oscuro. Gracias a su insistencia y a un afortunado golpe de suerte, consiguió al fin abrir la puerta. Lo celebró con un desgarrado grito de júbilo que sólo sirvió para dos cosas, despertar a la portera, y provocarse un doloroso golpe de tos. Ambas terminaron de la peor manera posible. Con los hediondos restos de su escasa cena esparcidos por todas partes, y la iracunda mujer despertando a todo el vecindario con sus reproches y gritos.
Nada nuevo para Benito, que encogiéndose de hombros y sacudiendo las salpicaduras de los faldones de su sucia gabardina, comenzó a subir las escaleras como si nada hubiera ocurrido. Las miradas de desprecio clavadas en su espalda tras cruzarse con algún vecino, las amenazas de su casero de ponerle en la calle si no pagaba el recibo del alquiler, la amargura de saber que mañana habría más de lo mismo... estaba acostumbrado, con apenas un par de tragos podía encajar eso, y mucho más.
Lo único que no soportaba era aquella interminable ascensión hasta el quinto, la angustiosa sensación de ahogo que tras los primeros peldaños, se aferraba a su pecho y le obligaba a detenerse a cada poco. Cada descansillo era para él como un oasis en medio de su particular desierto de cinco pisos. A veces hasta caía en la tentación de tumbarse en el suelo y cometer el terrible pecado de cerrar los ojos, pecado que pagaba con la dolorosa penitencia de volver a ponerse en pie y retomar la ascensión.
De alguna parte de su embotada cabeza surgió la idea de que las fatigas por llegar hasta su piso, debían de ser muy parecidas a las de aquellos grandes exploradores que tanto admiraba. Pensó satisfecho, que al fin y al cabo compartía algo con ellos. Eso le ayudó a subir un nuevo tramo, el último repecho antes de dejarse caer sobre el somier sin colchón de su cama.
En busca de la llave, palpó los bolsillos de su gabardina, lo hizo varias veces, y cuando estuvo seguro de no llevarla encima, pensó que tal vez se le habría caído al suelo. Conteniendo un repentino mareo, miró a su alrededor y no vio nada. Dio unos pasos atrás y se maldijo a sí mismo por haberla perdido. Intentó patear la pared con rabia, perdió el equilibrio al tomar impulso, y trastabillando, fue a dar contra los escalones que había a su espalda.
Necesitó de unos minutos para poder encajar aquella nueva demostración de torpeza. Aún doliéndose del fuerte golpe y algo mareado, se imaginó a sí mismo despatarrado en aquél descansillo, pálido como un muerto, con el aspecto astroso y ridículo que ya siempre le acompañaba. Entonces se dio cuenta de algo muy curioso. Creía que su piso era el último, no sabía que hubiera nadie más arriba. Pensó que lo habría olvidado... que el vino tenía esas cosas.
Se puso en pie, y mientras se frotaba su magullado trasero, contempló aquellos escalones. Se preguntó a donde llevarían, nada más hacerlo se rió de tan estúpida pregunta. “Amundsen, Scott, Marco Polo, Livingstone... os vais a enterar de quién soy yo” Dijo Benito con un hiposo susurro. Y sin pensarlo dos veces, apenas una sola, se aferró al pasamanos para comenzar la subida.
Ni siquiera desperdició un segundo en echar un vistazo hacia arriba por el hueco de escalera. No había tiempo... tenía que aprovechar ese impulso que ahora sentía, esa fuerza que a veces prestaban las buenas borracheras, las que por unos momentos, convertían al mono tambaleante en un auténtico tigre. De ese modo subía aquellos peldaños, devorándolos, de dos en dos, de tres en tres, piso tras piso, sin ceder al desanimo ni al cansancio, tal y como lo harían sus admirados héroes al sentir en el aire la cercanía de una cumbre.
Para ir más ligero, hizo como ellos. A medida que subía fue desembarazándose de cualquier lastre innecesario: de su raída y apestosa gabardina, del incómodo sentido común que se empeñaba en hacerle regresar para continuar con la búsqueda de su llave, del sentimiento de culpa por haber malgastado su vida, de la pena, del miedo que llegaba tras la pena, de la misma borrachera, incluso de la molesta certeza de que en todo aquél barrio no existía ningún edificio de tantos pisos.
Y así, con la mente despejada y en un estado de euforia que nunca había conocido, se enfrentó a aquél último escalón. A pocos metros de él descubrió una puerta, pero no una puerta como las demás, era una puerta con un aspecto muy diferente, adornada con delicadas incrustaciones de lo que parecía plata y oro, rodeada de un ancho marco labrado en marfil...
Al acercarse, antes incluso de llegar a rozarla siquiera... la puerta comenzó a abrirse muy lentamente. Un anciano de barbas blancas, aspecto afable, y entrado en carnes, le sonreía mientras jugueteaba con la infinidad de llaves que colgaban de su ancho cinturón.
A Benito sólo se le ocurrió decir: “San Pedro... supongo”
Imagen:jovisala47
Monólogo de Ramón Gómez de la Serna
elaguilaediciones — 21 de julio de 2007 — Monólogo de Ramón Gómez de la Serna rodado en 1928 por Feliciano Vítores. Cortesía de http://www.elaguilaedicion...
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