Del mismo modo que con el tiempo, todos nos hacemos las mismas preguntas... con el tiempo, y bajo circunstancias similares, todos llegamos a las mismas respuestas.
Al borde mismo de los seis millones de parados... más de un millón de emigrados por debajo de los treinta años... un millón y medio de familias con todos sus integrantes en paro.... medio millón de hogares en los que no entra un solo euro al mes... un cuarto de la población bajo riesgo evidente de exclusión social...
Podría ser el escenario de una posguerra, el de una catástrofe natural de proporciones continentales... pero no, se trata de hoy mismo y de nosotros... así de simple y así de cerca.
Lo asumimos sin disimular cierta vergüenza, lo comentamos entre nosotros como quien comenta la fatal e irremediable enfermedad de algún querido vecino... y entonces llegan en estampida las inevitables preguntas: ¿Dónde están todos esos millones de personas que ya apenas tienen nada que perder? ¿Cómo es que las calles no arden en este mismo momento? ¿Dónde se almacena todo ese miedo, toda esa desesperación... toda esa ira que genera la injusticia?
Ofrezco un par de explicaciones... una de ellas es que en un primer momento, la furia y la rabia de un padre que lo pierde todo, son totalmente absorbidas por la búsqueda de lo imprescindible para la subsistencia inmediata de su familia... y que una vez conseguido (o no), lo que queda de esa oscura energía permanece un buen tiempo sepultado bajo una espesa capa de culpabilidad, de pena, de eso que envuelve como envuelve una mortaja, y ni siquiera permite respirar.
¿Pero... y después? ¿Qué ocurre en el interior de un hombre cuando pasados unos meses se permite un leve vistazo al infierno que le rodea? ¿Qué siente al verse arrancado de todo y sin la menor posibilidad de recuperar lo que una vez fue su vida? ¿Dónde va a parar ese primario instinto de supervivencia que llamamos rebeldía, ese último e inconsciente arrebato que llamamos venganza?
Leo que cierto día, alguien tuvo la ocurrencia de encerrar a un cachorro de perro en una celda. Ese alguien le dispensó durante años los cuidados necesarios para que el animal creciera con una aceptable calidad de vida... y le enseñó que nada de lo que recibía era gratis.
Si quería beber, el perro tenía que alzar una pata. Si quería comer, antes debía tumbarse de espaldas. Si quería jugar, habría de alzarse sobre los cuartos traseros... si quería una golosina... un buen rascado en el lomo... Y para completar la enseñanza, le ofreció unas sencillas reglas tras las que sentirse seguro. Le hizo entender que si ladraba durante la noche, o reclamaba más de lo que se le daba, sería castigado con pasar el resto del día a oscuras, sin agua ni comida... que infringir normas acarreaba desagradables consecuencias.
De ese modo, el animal creció confiado y feliz, a sabiendas que sus benéficos guardianes le proporcionarían cuanto necesitase y cuando lo necesitase, a cambio de su correspondiente "truco"... sometido con gusto al orden basado en dos sólidos principios, el premio y el castigo... todo bajo unas sencillas reglas que administraban y daban sentido tanto a lo uno como a lo otro.
Pero ocurrió un día que para conseguir agua, ya no bastaba con alzar la pata una vez, sino que eran necesarios varios intentos... y que la comida ya no llegaba tan rápidamente como antes, sino tras horas y horas de permanecer tumbado sobre la espalda. No fue de repente, las condiciones del "juego" fueron variando muy poco a poco y casi de manera imperceptible... hasta hacerse realmente duras, hasta convertir la plácida existencia en un auténtico infierno.
Y sin embargo el perro parecía todavía feliz. Al cabo de los años, sus condiciones de vida habían cambiado por completo, pero él continuaba mostrándose tan cariñoso y pacífico como siempre, sumiso y obediente ante aquellos que a pesar de todo, representaban su única posibilidad de sobrevivir. El perro parecía cubrir el dolor de su presente con los dulces recuerdos del pasado, con la posibilidad de que los buenos tiempos regresaran... de que al menos no empeoraran... y con eso le bastaba.
Hasta que un día cualquiera, y sin que hubiera razón para ello, alguien cubrió el suelo de la celda con una rejilla metálica. A partir de entonces la comida y el agua se redujeron al mínimo imprescindible para la supervivencia del animal, ya no hubo más golosinas, ni más juegos... por mucho que levantara la pata, por mucho tiempo que pasara erguido sobre los cuartos traseros... más aún, de cuando en cuando se aplicaban descargas eléctricas de distinta intensidad a la estructura metálica que el perro pisaba, y cuando esto ocurría, el animal aullaba y ladraba aterrorizado... y comenzaba a repetir los trucos de uno en uno, o todos a la vez y sin orden ni concierto... desesperado por encontrar la respuesta adecuada que le librase de tamaño sufrimiento... pero nunca daba con ella... porque no existía... porque el objetivo de aquello no era otro que infligirle el mayor dolor posible.
Las descargas continuaron durante muchos días, sin duración ni intervalos predecibles, sin piedad... hasta que el animal abandonó cualquier intento por detener el inexplicable suplicio. Ya no ladraba, ni sacudía parte alguna de su cuerpo... ya ni siquiera gruñía a los que le observaban desde más allá de la reja abierta de par en par... semanas después, y tras soportar lo insoportable, el perro terminó dejándose caer en un rincón de la celda... dispuesto a encajar con absoluta resignación todo aquello que sus "benefactores" le tuvieran reservado.
Aquél animal fue atendido por un veterinario al terminar el experimento, en realidad no sufría grandes daños físicos y no costó demasiado que recuperara el peso y el tono muscular de antaño... pero ya nunca dejó de estar enfermo... sufriría durante el resto de su vida un síndrome popularmente conocido como indefensión aprendida.
A partir de entonces, ya nadie pudo conseguir una respuesta minimamente agresiva de aquél animal, se le hiciese lo que se le hiciese, toda su actitud se reducía a una total y absoluta resignación. Ocurría simplemente que la instintiva capacidad de rebeldía ante un trato ilógico e injusto había quedado cercenada de raíz, la posibilidad de detener su sufrimiento mediante cualquier iniciativa era algo que ya sencillamente, no existía...
Hoy en España son millones de personas los que padecen esta deformación, la amputación de esa parte del espíritu que en ocasiones nos hace ser algo más que un montón de vísceras interconectadas.
Salvo puntuales errores, fuimos unos buenos ciudadanos, aprendimos cuanto el sistema tuvo a bien enseñarnos, respetamos sus leyes y preceptos, nos convertimos voluntariamente en buenos hijos, trabajadores, padres, vecinos... pagamos impuestos, amamos a la patria, aprendimos sus himnos y soportamos sus abusos... nos comportamos tan honestamente como las circunstancias permitieron... no robamos, no matamos, no violamos... si antes no nos fue ordenado en alguna guerra... respetamos las grandes reglas... votamos, estudiamos, trabajamos, criamos hijos a nuestra imagen y semejanza... aprendemos idiomas, compramos cuanto nos venden y buscamos un segundo empleo para pagar las facturas de lo que nos mandan necesitar... hasta que finalmente, tras décadas de trabajo, envejecemos con pensiones que rozan la miseria... morimos sin siquiera sospechar qué clase de vida les espera a nuestros hijos... y ahora ya no sabemos hacer más trucos... creímos que con estos sería suficiente... pero nunca es suficiente.
Hoy ya no importa que sea guarda forestal como lo fue mi padre, hoy ya no importa que sea de izquierdas o de derechas, hoy ya no importa que haya nacido en Badajoz o en Tarragona, hoy ya no importa que viva en un ático o en una chabola, hoy ya no importa nada de lo que antes creíamos importante...
Hoy la inmensa mayoría permanece encogida en un rincón de su celda... a la espera de que todo pase... confiando en que aún habrá alguien que esté mucho peor que uno mismo...
Hoy la inmensa mayoría guarda silencio, sin emitir el más ligero gruñido... y sin querer ver que la puerta de la celda está completamente abierta... y sin oír los mudos y ensordecedores gritos de los que les rodean por todas partes... aquí, justo al otro lado de las paredes, suelos, y techos... arrebujados en sus correspondientes celdas... aprendiendo, aún hoy en día, y con su propio método, como se muere en vida.
Hoy la inmensa mayoría guarda silencio, sin emitir el más ligero gruñido... y sin querer ver que la puerta de la celda está completamente abierta... y sin oír los mudos y ensordecedores gritos de los que les rodean por todas partes... aquí, justo al otro lado de las paredes, suelos, y techos... arrebujados en sus correspondientes celdas... aprendiendo, aún hoy en día, y con su propio método, como se muere en vida.
La indefensión aprendida es un termino referido a la condición de un ser humano o animal que ha aprendido a comportarse pasivamente, y que no responde a pesar de que existen oportunidades para ayudarse a sí mismo, evitando las circunstancias desagradables o mediante la obtención de recompensas positivas. La teoría de indefensión aprendida está relaccionada con la depresión clínica y otras enfermedades mentales resultantes de la percepción de ausencia de control sobre el resultado de una situación.
De aquellos organismos que han sido ineficaces o menos sensibles para determinar las consecuencias de su comportamiento, se dice que han adquirido indefensión aprendida.