Hoy os voy a hablar de mi última experiencia laboral en el sector público. Contrato indefinido (hasta que acabes)... alta en la Seguridad Social... un céntimo por voto... tres euros a la hora... un lápiz del chino... una regla del chino... una hoja de papel del chino... un boli roto del chino... y un exclusivo viaje a la Venezuela más profunda, o al menos, a eso que los medios nos dicen que es Venezuela.
El trabajo comenzó a las ocho de la mañana del pasado 26 de mayo, un local, unas mesas, unas sillas, unas urnas, unas papeletas, unos sobres, pocas luces, y mucha gente. Entro y me presento con el resguardo del correo certificado en el que se me ha comunicado que he sido nombrado, mediante
rigurosísimo sorteo, segundo vocal de cierta mesa electoral. La persona que más manda me indica que no, que soy presidente, que no es que haya faltado alguien a la citación y se vean obligados a ascenderme, es que a partir de ese momento, y porque así lo manda la autoridad gubernativa y así figura en un papel que por arte de birli birloque aparece y desaparece entre sus manos, acabo de ser nombrado presidente.
Una vez he comprendido y recordado que más me vale no discutir cuando la autoridad está a un paso de decir "por cojones"... asumo el marrón. Me dispongo entonces a hacer lo que se supone que debo hacer, conocer a los dos vocales, abrir las cajas con la documentación necesaria, identificar las urnas para cada proceso, y buscar la silla más cómoda porque aquello, en vista de los prolegómenos, promete ser toda una odisea... y yo me pregunto dónde ha quedado aquello de que los cargos de una mesa electoral y sus suplentes, son elegidos por estricto sorteo con el fin de que el proceso electoral, base de todo nuestro sistema democrático, sea fiable, y escrupuloso.
Se abren las puertas, llegan los madrugadores, sus nombres se tachan de una lista, se apuntan en otra (todavía no sé para qué), les doy permiso para votar, ellos sacan sus sobres y los meten es su urna correspondiente... todo muy tradicional, muy de hace cincuenta años, muy de hace ciento cincuenta años... y yo me pregunto cómo es que los bancos o el ministerio de hacienda lo fían todo a un sistema informático mientras que nosotros, sus temporeros, tenemos que votar con mi hoja de papel y mi boli roto. Todo va, a veces un poco más apretado, a veces un poco más flojo, llega el famoso y la famosa, unos chistes, unas risas, un vecino, un amigo con croquetas, el del apellido raro... el boli roto resiste bien, y aunque la regla del chino comienza a dar señales de agotamiento las horas pasan... y llegan las ocho.
En ese momento algo cambia, el ambiente es otro, más tenso, se cierran las puertas y comienza el recuento. Nadie llega para supervisar el proceso, nadie parece dar importancia a seguir siquiera de lejos, los pasos y las formas que marca la ley, así que rompo los precintos de la primera urna y me dispongo a sacar el primer sobre... entonces aparecen los seis jóvenes interventores (siempre muy en alegre chupipandi) enviados por los distintos partidos, chicos muy simpáticos que de vez en cuando se han dejado ver durante el día. Me dicen que qué demonios hago... que si saco los sobres de uno en uno se me va a hacer de día, que los saque todos a la vez y los amontone sobre la mesa... miro a mi alrededor, y en todas las mesas se hace eso mismo... los saco y hago con ellos un gran montón, y en ese momento todos se apartan como si los sobres quemasen, apoderados e interventores me aseguran que el recuento es responsabilidad mía y que allí no hay nadie para comprobar que se anotan los resultados correctamente en el acta, que es el presidente de la mesa el único (junto con sus vocales, si este lo estima necesario) que puede tocar las papeletas de voto... y pienso en la posibilidad de comenzar a dar gritos... en lanzar truenos en todas direcciones con la esperanza de que alguien recupere la razón... pero callo y me pregunto dónde ha quedado aquello de que el recuento de votos se ha de hacer sobre por sobre, ante la vigilancia de los interventores y apoderados para que el presidente de la mesa no ponga en el acta lo que le salga de los cojones... con el fin de que el proceso electoral, base de todo nuestro sistema democrático, sea fiable, y más que limpio, escrupuloso.
Termino de contar los votos, anoto los resultados en un folio en blanco, repito el mismo proceso con cada urna, y cuando todavía no he terminado de traspasar los resultados a cada acta (actas que por ser copias de un calco que no calca son prácticamente actas en blanco)... de vuelta a la locura... interventores y apoderados me indican que he de tirar las papeletas de voto a la basura... rápido, sin más esperas... yo pregunto si no habría que aguardar un tiempo prudencial para poder comprobar posibles errores... no me dejan ni acabar, no pasa ni un minuto entre que he anotado la última suma y que todos los votos terminan (esta vez sí que podían ser tocados por otra manos que no fueran las del presidente) en un enorme montón sobre el suelo, el mismo donde ya antes descansaban desparramados todos los votos de las demás mesas... y yo contemplo aquél montón sin palabras... y observo cómo incluso algunos hacen bromas sentados sobre las papeletas, pisoteando aquellos sobres que sólo unas horas antes otros habían depositado con orgullo dentro de unas urnas... esas que ahora descansaban hechas pedazos por toda la sala.
Todos tenían ya lo que querían... los interventores se llevan sus actas ilegibles, los periodistas presentes se llevan sus chascarrillos sobre la jornada, los vocales su permiso para marcharse a su casa... y yo también tenía lo mio... la ya absoluta confirmación de que todo es mentira, de que la democracia es mentira porque ni siquiera los procesos electorales en que se basa son reales, tal vez alguna vez lo fueron, cuando el recuento de votos se realizaba bajo la estricta mirada de un notario, varios interventores, apoderados... cuando no se confiaba el recuento informatizado a empresas cuajadas de conexiones con la corrupción... cuando los españoles que vivían en el extranjero no tenían prohibido (de facto) votar... cuando los programas y las promesas electorales significaban algo... pero ya no, ya todo ha ido perdiendo capas hasta quedar desnudo... ya nada soporta ni su propio peso porque el óxido de su corrupción y nuestra desidia nos ha corroído hasta los huesos.
Guardé en los dos grandes sobres la ingente documentación que certifica la validez de todo aquél esperpento, y salí a la calle... me sentía agotado, dolorido, descorazonado, yo, que hasta ese momento me creía el dios de los descreídos... eran las tantas de la madrugada, hacía fresco, hasta el aire parecía limpio... y me encaminé al juzgado... allí me esperaba un juez con cara de juez... creo que me dijo que me faltaba un tercer sobre... que él necesitaba su propia copia... que estas cosas se hacen siempre por triplicado.