Josep Fontana i Lázaro (Barcelona 1931) es profesor emérito de la Universidad Pompeu Fabra, uno de los más prestigiosos historiadores de España y autor de varios títulos que se han convertido en una referencia por lo que a historia contemporánea se refiere.
Lo verdaderamente raro en una eminencia como él, es que a tal facilidad para interpretar el pasado, una esta asombrosa capacidad para interpretar el presente... mirar hacia atrás y al frente a un tiempo... estos hombres a veces me dan miedo, son como una caja de la verdad... preguntas, levantas la tapa, y ya está... la realidad ante tus ojos, la a veces gratificante, y al tiempo terrible realidad... esa que siempre buscamos pero no queremos ver.
En cierta ocasión, hace unos cuarenta años, al calor de un vieja y enorme radio de lámparas, un crío que no era yo, le preguntó a un abuelo que no era el mío sobre lo que le mantenía tan atento... sobre lo que decía aquél hombre de la radio... y este respondió admirado:
-No lo sé... pero hay que ver lo bien que se le entiende...
Con su permiso Don Josep... ya me callo...
"De lo que quisiera hablarles no es tanto de la crisis actual
como de lo que está ocurriendo más allá de la crisis: de algo que se nos oculta
tras su apariencia. Para explicarlo necesitaré empezar un tanto atrás en el
tiempo.
Nos educamos con una visión de
la historia que hacía del progreso la base de una explicación global de la
evolución humana. Primero en el terreno de la producción de bienes y riquezas:
la humanidad había avanzado hasta la abundancia de los tiempos modernos a través
de las etapas de la revolución neolítica y la revolución industrial. Después
había venido la lucha por las libertades y por los derechos sociales, desde la
Revolución francesa hasta la victoria sobre el fascismo en la Segunda guerra
mundial, que permitió el asentamiento del estado de bienestar. No me estoy
refiriendo a una visión sectaria de la izquierda, ni menos aun marxista, sino a
algo tan respetable como lo que los anglosajones llaman la visión whig de la
historia, según la cual, cito por la wikipedia, “se representa el pasado como
una progresión inevitable hacia cada vez más libertad y más ilustración”.
Hasta cierto punto esto era
verdad, pero no era, como se nos decía, el fruto de una regla interna de la
evolución humana que implicaba que el avance del progreso fuese inevitable –la
ilusión de que teníamos la historia de nuestro lado, lo que nos consolaba de
cada fracaso-, sino la consecuencia de unos equilibrios de fuerzas en que las
victorias alcanzadas eran menos el fruto de revoluciones triunfantes, que el
resultado de pactos y concesiones obtenidos de las clases dominantes, con
frecuencia a través de los sindicatos, a cambio de evitar una auténtica
revolución que transformase por completo las cosas.
Para decirlo simplemente,
desde la Revolución francesa hasta los años setenta del siglo pasado las clases
dominantes de nuestra sociedad vivieron atemorizadas por fantasmas que
perturbaban su sueño, llevándoles a temer que podían perderlo todo a manos de
un enemigo revolucionario: primero fueron los jacobinos, después los
carbonarios, los masones, más adelante los anarquistas y finalmente los
comunistas. Eran en realidad amenazas fantasmales, que no tenían posibilidad
alguna de convertirse en realidad; pero ello no impide que el miedo que despertaban
fuese auténtico.
En un articulo sobre la
situación actual de Italia publicado en La Vanguardia el pasado mes de octubre
se podía leer: “los beneficios sociales fueron el fruto de un pacto político
durante la guerra fría”. No sólo durante la guerra fría, a no ser que hablemos
de una “guerra” de doscientos años, desde la revolución francesa para acá. Lo
que este reconocimiento significa, por otra parte, es que ahora no tienen ya
inconveniente en confesar que nos engañaron: que no se trataba de establecer un
sistema que nos garantizase un futuro indefinido de mejora para todos, sino que
sólo les interesaba neutralizar a los disidentes mientras eliminaban cualquier
riesgo de subversión.
Los miedos que perturbaron los
sueños de la burguesía a lo largo de cerca de doscientos años se acabaron en
los setenta del siglo pasado. Cada vez estaba más claro que ni los comunistas
estaban por hacer revoluciones –en 1968 se habían desentendido de la de París y
habían aplastado la de Praga-, ni tenían la fuerza suficiente para imponerse en
el escenario de la guerra fría. Fue a partir de entonces cuando, habiendo
perdido el miedo a la revolución, los burgueses decidieron que no necesitaban
seguir haciendo concesiones.
Y así siguen hoy.
Déjenme examinar esta
cuestión en su última etapa. El período de 1945 a 1975 había sido en el
conjunto de los países desarrollados una época en que un reparto más equitativo
de los ingresos había permitido mejorar la suerte de la mayoría. Los salarios
crecían al mismo ritmo a que aumentaba la productividad, y con ellos crecía la
demanda de bienes de consumo por parte de los asalariados, lo cual conducía a
un aumento de la producción. Es lo que Robert Reich, que fue secretario de
Trabajo con Clinton, describe como el acuerdo tácito por el que “los patronos
pagaban a sus trabajadores lo suficiente para que éstos comprasen lo que sus
patronos vendían”. Era, se ha dicho, “una democracia de clase media” que
implicaba “un contrato social no escrito entre el trabajo, los negocios y el
gobierno, entre las élites y las masas”, que garantizaba un reparto equitativo
de los aumentos en la riqueza.
Esta tendencia se
invirtió en los años setenta, después de la crisis del petróleo, que
sirvió de pretexto para iniciar el cambio. La primera consecuencia de la
crisis económica había sido que la producción industrial del mundo disminuyera
en un diez por ciento y que millones de trabajadores quedaran en paro, tanto en
Europa occidental como en los Estados Unidos. Estos fueron, por esta razón,
años de conmmoción social, con los sindicatos movilizados en Europa en defensa
de los intereses de los trabajadores, lo que permitió retrasar aquí unas
décadas los cambios que se estaban produciendo ya en los Estados Unidos y en
Gran Bretaña, donde los empresarios, bajo el patrocinio de Ronald Reagan y de
la señora Thatcher, decidieron que éste era el momento para iniciar una
política de lucha contra los sindicatos, de desguace del estado de bienestar y
de liberalización de la actividad empresarial.
La lucha contra los sindicatos
se completó con una serie de acuerdos de libertad de comercio que
permitieron deslocalizar la producción a otros países, donde los salarios eran
más bajos y los controles sindicales más débiles, e importar sus productos, con
lo que los empresarios no sólo hacían mayores beneficios, al disminuir sus
costes de producción, sino que debilitaban la capacidad de los obreros de su
país para luchar por la mejora de sus condiciones de trabajo y de su
remuneración: los salarios reales bajaron en un 7 por ciento de 1976 a 2007 en
los Estados Unidos, y lo han seguido haciendo después de la crisis.
Asi se inició lo que Paul
Krugman ha llamado “la gran divergencia”, el proceso por el cual se produjo un
enriquecimiento considerable del 1 por ciento de los más ricos y el
empobrecimiento de todos los demás. En los Estados Unidos, que citaré con
frecuencia por dos razones –porque disponemos de buenas estadísticas sobre su
evolución y porque lo que sucede allí es el anuncio de lo que va a pasar aquí
más adelante-, se pudo ver en vísperas de la crisis de 2008 que este 1 por
ciento de los más ricos recibía el 53 por ciento de todos los ingresos (esto es
más que el 99 por ciento restante).
En las primeras etapas este
proceso tal vez resultaba poco perceptible; pero cuando sus efectos se fueron
acumulando acabaron despertando la conciencia de una desigualdad social en
constante aumento. En mayo de 2011 Joseph Stiglitz publicó un artículo que se
titualaba: “Del 1%, para el 1% y por el 1%”, donde decía que los
norteamericanos, que estaban contemplando cómo se producían en muchos países,
por ejemplo en los de la primavera árabe, protestas contra regímenes opresivos
que concentraban una gran masa de riqueza en las manos de una élite integrada por
muy pocos, no se daban cuenta de que esto ocurría también en su propio país.
Este del 1 por ciento
ha sido uno de los lemas principales de los movimientos de ocupación que se han
desarrollado en diversas ciudades norteamericanas. Pero Krugman ha hecho un
análisis aún más afinado que muestra que es en realidad el 0’1 %, esto es el
uno por mil de los norteamericanos, los que concentran la mayor parte de esta
riqueza. “¿Quiénes son estos del 1 por mil?, se pregunta ¿Son heroicos
emprendedores que crean lugares de trabajo? No. En su mayor parte son
dirigentes de compañías (...) o ganan el dinero en las finanzas”.
Los resultados a largo plazo
de la gran divergencia, que se iniciaba en Estados Unidos y en Gran Bretaña en
los años setenta y se extendió después a Europa, transformaron profundamente
nuestras sociedades. Las consecuencias de una inmensa redistribución de la
riqueza hacia arriba no sólo se han manifestado en el empobrecimiento relativo
de los trabajadores y de las clases medias, sino que han dado a los empresarios
una influencia política con la cual, a partir de ese momento, les resulta cada
vez más fácil fijar las reglas que les permiten consolidar su poder.
Esta redistribución hacia
arriba no es el resultado natural del funcionamiento del mercado, como se
pretende que creamos, sino el de una acción deliberada. Su origen es netamente
político. El primer programa que inspiró este movimiento lo expresó Lewis
Powell en agosto de 1971 en un “Memorándum confidencial. Ataque al sistema americano
de libre empresa”, escrito para la “United States Chamber of Commerce”, que se
encargó de hacerlo circular entre sus asociados. Powell denunciaba el riesgo
que implicaba el avance en la sociedad norteamericana de ideas contrarias al
“sistema de libre empresa”, expuestas no sólo por extremistas de izquierda,
sino por “elementos totalmente respetables del sistema”, e insistía en la
necesidad de combatirlas, sobre todo en el terreno de la educación.
El memorándum tenía una
primera parte sobre la amenaza que representaban los “estudiantes
universitarios, los profesores, el mundo de los medios de comunicación, los
intelectuales y las revistas literarias, los artistas y los científicos”, y
proponía planes de ataque para limpiar las universidades y vigilar los libros
de texto, para lo cual pedía a las organizaciones empresariales que actuasen
con firmeza. No me ocuparé ahora de esta batalla de las ideas, que ha llegado
hoy al extremo de proponer la eliminación de la escuela pública, sino de otra
parte del memorándum que tendría consecuencias más inmediatas y
trascendentales. Powell advertía: “No se debe menospreciar la acción política,
mientras esperamos el cambio gradual de la opinión pública que ha de
conseguirse a través de la educación y la información. El mundo de los negocios
debe aprender la lección que hace tiempo aprendieron los sindicatos y otros
grupos de intereses. La lección de que el poder político es necesario; que este
poder debe cultivarse asiduamente y que, cuando convenga, hay que usarlo
agresivamente y con determinación”.
Para emprender este programa
se necesitaban organizaciones empresariales potentes, que dispusieran de
recursos suficientes. “La fuerza reside en la organización, en una
planificación y realización persistentes durante un período indefinido de
años”. Este llamamiento a la lucha política tuvo efectos de inmediato en la
actividad de las asociaciones empresariales y sobre todo de la “United States
Chamber of Commerce”, que pretende ser hoy “la mayor federación empresarial del
mundo, en representación de los intereses de más de 3 millones de empresas”.
Estas asociaciones no solo emprendieron grandes campañas de propaganda, sino
que acentuaron su participación en las campañas electorales a través de Comités
de Acción Política, en una actividad que ha aumentado considerablemente desde
2009, tras la decisión del Tribunal supremo Citizens United, que ha
liberalizado las inversiones de las empresas en la política, en nombre del
derecho a la libre expresión (esto es, considerando a las empresas como
personas y atribuyéndoles los mismos derechos). La gran cuantía de recursos
proporcionados por los empresarios explica, por ejemplo, que la United States
Chamber of Commerce invirtiese en las elecciones norteamericanas de 2010 más que
los comités de los dos partidos, demócrata y republicano, juntos.
No se trata tan sólo de
donativos para las campañas, sino también de formas diversas de pagar sus
servicios a los políticos, entre ellas la de asegurarles una compensación
cuando dejan la política. Y, sobre todo, de la aactuación constante de los
llamados “lobbyists”, que atienden las peticiones de los políticos. En el
pasado año 2011 se calcula que las empresas han gastado 3.270 millones de
dólares en atender a los congresistas y a los altos funcionarios federales. Las
30 mayores compañías gastaron entre 2008 y 2010 más en esto que en pagar
impuestos.
¿Que ha conseguido el mundo
empresarial con este asalto al poder? En julio del año pasado, Michael
Cembalest, jefe de inversiones de JPMorgan Chase, escribía, en una carta
dirigida tan sólo a sus clientes, que se conoció porque la descubrió un
periodista, que “los márgenes de beneficio han conseguido niveles que no se
habían visto desde hace décadas”, y que “las reducciones de salarios y
prestaciones explican la mayor parte de esta mejora”. “La compensación por el
trabajo está en los Estados Unidos en la actualidad al mínimo en cincuenta años
en relación tanto con las cifras de ventas de las empresas como del PIB de los
Estados Unidos”.
Otro beneficio indiscutible ha
sido la disminución de sus contribuciones al sostén del estado. El peso
político creciente de las empresas ha conducido a la situación paradójica de
que éstas escapen a la fiscalidad por la doble vía de negociar recortes de
impuestos y exenciones particulares, y de tener libertad para aflorar los
beneficios en las subsidiarias que tienen en paraísos fiscales, donde apenas
pagan impuestos. Un estudio de noviembre de 2011 concluye que el conjunto de
las 280 mayores empresas de los Estados Unidos no han pagado en los tres años
últimos más que un 18’5 % de sus beneficios. Pero es que una cuarta parte de
éstas han pagado menos del 10%, y 30 de las más grandes no han pagado nada en
tres años, sino que encima han recibido devoluciones. Lo que se dice de las
empresas se aplica también a los empresarios: de 1985 a 2004 los 400 americanos
más ricos han pasado de pagar un 29 por ciento de sus ingresos a tan sólo un 18
por ciento, mucho menos que los pequeños comerciantes o los trabajadores a
sueldo. Y cuando Obama pretendió que quienes ganasen más de un millón de
dólares al año pagasen el mismo tipo que el ciudadano medio norteamericano, no
consiguió que el congreso aprobase la medida. Como ha dicho Stiglitz "Los
ricos están usando su dinero para asegurarse medidas fiscales que les permitan
hacerse aun más ricos. En lugar de invertir en tecnología o en investigación,
obtienen mayores rendimientos invirtiendo en Washington”.
Hay un tercer aspecto de estos
beneficios que es la desregulación de la leyes que controlan algunos aspectos
de la actividad empresarial. Un estudio reciente de dos economistas del Fondo
Monetario Internacional, que han analizado el papel de las contribuciones
económicas de las empresas en la política, llega a la conclusión, que les leo
literalmente, de que “el gasto realizado está directamente relacionado con la
posibilidad de que un legislador cambie de postura en favor de la
desregulación”. Esto, que en el sector de la industria les ha permitido reducir,
o incluso anular, los gastos relacionados con el control de la polución, ha
tenido en la actividad financiera unas consecuencias que son las que han
conducido directamente a la crisis de 2008.
Gracias a la supresión de
controles sobre sus actividades, que culminó durante la presidencia de
Clinton, las entidades financieras pudieron lanzarse a un juego especulativo
con derivados y otros productos de alto riesgo, que parecían más propios de un
casino de juego que de la banca, mientras los dirigentes de la Reserva Federal
estimulaban el optimismo de los especuladores, rebajando los tipos de interés y
animando al público a que gastase, a que comprase casas con créditos
hipotecarios e invirtiese en operaciones financieras de riesgo.
Esta fiebre especuladora se
producía en un país que, como resultado de su desindustrialización, estaba
convirtiendo en una actividad fundamental el sector FIRE (Finance, Insurance
and Real Estate; o sea Finanzas, seguros y negocio inmobiliario). Una
desindustrialitzación semejante se ha producido en Gran Bretaña, que de ser “la
fábrica del mundo” quiso convertirse en “el banco del mundo”, y que vive ahora
con la angustia de lo que puede suceder si pierde esta gran fuente de
exportación de servicios, teniendo en cuenta la situación de una economía en
que “la demanda doméstica será probablemente escasa en muchos años (...),
mientras los consumidores se esfuerzan en hacer frente a sus deudas y el
gobierno batalla por reducir el déficit presupuestario”.
Nuestra situación es más
compleja, ya que si bien hemos perdido el tejido industrial tradicional,
contamos con una considerable industria de propiedad extranjera a la que
proporcionamos trabajo barato, o sea que nos ha tocado el papel de receptores
de la industria que otros países más prósperos deslocalizan, y que
conservaremos mientras les sigamos garantizando salarios bajos. Lo cual me
mueve a preguntarme cómo se explica que, si el trabajo de nuestros obreros es
poco competitivo, como se argumenta para proponerles rebajas de sueldos y
derechos, Volkswagen, Ford, o Renault se vengan a fabricar coches aquí. En lo
que sí nos vamos pareciendo a las economías avanzadas es en el peso dominante
que ha adquirido entre nosotros el sector financiero.
La influencia política
adquirida por los empresarios explica por qué, cuando se ha producido la crisis
-en Norteamérica, en Gran Bretaña o en España- el estado ha corrido a salvar
las empresas financieras con rescates multimillonarios; pero no ha hecho un
esfuerzo equivalente por remediar la situación de los muchos ciudadanos que
pierden sus hogares, al ser incapaces de seguir pagando las hipotecas, ni por
asegurar estímulos a las actividades productivas con el fin de combatir el
paro.
Lejos de ello, lo que se ha
hecho, para justificar los sacrificios que se están imponiendo a la mayoría, es
difundir la fábula de que la crisis económica se debe al excesivo coste de los
gastos sociales del estado, y que la solución consiste en aplicar una brutal
política de austeridad hasta que se acabe con el déficit del presupuesto, lo
cual, como veremos, resulta imposible a partir de esta política.
Merece la pena escuchar esta
historia como la cuenta Krugman: “En el primer acto los banqueros se
aprovecharon de la desregulación para lanzarse a una especulación desbordada,
hinchando las burbujas con préstamos incontrolados; en el segundo las burbujas
estallaron y los banqueros fueron rescatados con dinero de los contribuyentes,
mientras los trabajadores sufrían las consecuencias, y en el tercero, los
banqueros decidieron emplear el dinero que habían recuperado en apoyar a
políticos que les prometían bajarles los impuestos y desmontar las pocas
regulaciones que se habían impuesto tras la crisis”. ¿Piensan ustedes que esta
es una historia exótica, que sólo puede referirse a los Estados Unidos? Pues
no; nosotros también tuvimos una burbuja inmobiliaria desbordada, hinchada con
los créditos que concedieron bancos y cajas de ahorro. Ahora estamos en el
segundo acto, el del rescate “mientras los trabajadores sufren las
consecuencias”. Nos queda el desenlace, ese tercer acto que, si no se hace algo
para evitarlo, será parecido: esto es, que se recuperarán los bancos, pero no
los puestos de trabajo, tal como está ocurriendo hoy en los Estados Unidos.
Nadie ignora que la austeridad
es incompatible con el crecimiento económico. Peter Radford lo sintetiza en
pocas palabras: “La austeridad disminuye una economía. Es un acto de retroceso.
Disminuye la demanda. Los ingresos caen. Pagar las deudas a partir de una menor
cantidad de dinero significa que hay menos dinero para otros gastos. Del
crecimiento se pasa a la decadencia”.
Una revisión del pasado
demuestra que la política de austeridad nunca ha funcionado y que no tiene
sentido en la situación actual. Lo sostiene, por ejemplo, Richard Koo,
economista jefe del Nomura Research Institute de Tokio, quien, tras haber
analizado comparativamente la crisis económica de los años treinta, las décadas
perdidas de Japón y la crisis actual en Estados Unidos y en la “eurozona”,
concluye que:
“Aunque evitar el gasto
público exagerado es el modo adecuado de proceder cuando el sector privado de
la economía está en plena forma y maximiza los beneficios, nada resulta peor
que la restricción del gasto público cuando un sector privado en mal estado
está reduciendo sus deudas”. Actuar sobre una economía que ahorra pero no
invierte reduciendo el gasto público no hace más que agravar su situación. Koo
sostiene que la crisis, que empezó en el sector inmobiliario estadounidense,
sigue siendo una crisis bancaria, que ha acabado contagiando a la economía y a
las cuentas públicas, y que pensar que estos problemas se resuelven “con una
sobredosis de ajustes” y con reformas constitucionales “es un completo
disparate”.
Más contundente aun es
la opinión que Krugman ha expresado esta misma semana: “Lo más indignante de
esta tragedia es que es totalmente innecesaria. Hace medio siglo, cualquier
economista (…) os podía haber dicho que austeridad en tiempos de depresión era
una muy mala idea. Pero los políticos, los entendidos y, siento decirlo, muchos
economistas decidieron, sobre todo por razones políticas, olvidar lo que
sabían. Y millones de trabajadores están pagando el precio de su deliberada
amnesia”.
No ha sido la deuda pública la
causa de la crisis de los países del sur de Europa. Un análisis de las cifras
de las últimas décadas muestra que los problemas de estos países no proceden de
un exceso de gasto público, sino que son una consecuencia de la propia crisis.
Un análisis de la relación que ha existido entre la deuda pública y el PIB de
estos países, demuestra que estuvo mejorando (esto es disminuyendo) hasta 2007.
El endeudamiento posterior del estado es consecuencia de las cargas que ha
asumido como consecuencia de la crisis bancaria, no de un exceso anterior de
gasto público. Si leen ustedes la prensa, fijándose en los datos que ofrece y
no en la doctrina que predica, verán que lo que realmente preocupa a nuestros
gobernantes es cómo remediar el problema que para el sistema bancario
representan las grandes inversiones inmobiliarias efectuadas en años de euforia
en que estas fantasías se estaban financiando con nuestros ahorros.
No importa que economistas
galardonados con el Premio Nobel, como Stiglitz y Krugman, condenen la política
de austeridad. Porque resulta que, en realidad, esta política beneficia a los
mismos que han causado el desastre y favorece la continuidad de su
enriquecimiento. Como dice Michael Hudson: “No hay ninguna necesidad (...) de
que los dirigentes financieros de Europa impongan una depresión a la mayor
parte de su población. Pero es una gran oportunidad de ganancia para los
bancos, que han conseguido el control de la política económica del Banco
Central Europeo (...). Una crisis de la deuda permite a la la élite financiera
doméstica y a los banqueros extranjeros endeudar al resto de la sociedad”.
Los resultados se pueden ver
ya en la experiencia de Grecia, donde las medidas de austeridad impuestas por
la Unión Europa y el FMI están poniendo en peligro el propio crecimiento
económico, y tienen unas durísimas consecuencias sociales: los suicidios y el
crimen aumentan, la masa de los nuevos pobres está integrada por jóvenes que no
encuentran trabajo y por personas de media edad que han perdido el suyo,
mientras faltan en los hospitales los medicamentos esenciales, incluyendo las
vacunas, lo que puede conducir a que resurjan allí la poliomielitis o la
difteria.
Este comienza a ser también el
caso de España, donde la prensa anuncia que el PP se propone ahorrar este año
6.000 millones en medicamentos. Como dice Peter Radford: “¡Que se lo digan a
los españoles! Ellos han probado ya toda esta historia de la austeridad. Tanto
que la tasa de paro es del 23%, mientras las medidas que lo han producido no
han conseguido frenar el déficit público, que está a punto de superar el límite
del 8% que el gobierno español se había fijado como objetivo. ¿Se imaginan lo
que ocurrirá ahora? Que los españoles van a ver aumentar su sufrimiento. Están
insistiendo en más austeridad para estrujar su economía cada vez más”. Y ello,
añade, “para reducir un déficit que es menor que el de los Estados Unidos o el
de Gran Bretaña”.
Una reflexión adicional acerca
del carácter más “empresarial” que “público” de la crisis nos
la puede proporcionar una información publicada por el New York Times el 25 de
diciembre pasado, que nos advierte que la crisis de los bancos europeos, que
les está obligando a deshacerse de activos, crea buenas oportunidades de
negocio para las empresas financieras norteamericanas que, a pesar de sus
problemas, están lanzándose a comprar en Europa. En efecto, en un artículo
publicado en La Vanguardia del 15 de enero pasado –y el hecho mismo de que un
periódico conservador publique este tipo de análisis demuestra el desconcierto
reinante entre nuestra burguesía- no sólo se explica que los fondos de
inversión norteamericanos se han lanzado a comprar “gangas” europeas, como
empresas y bancos devaluados por la propia política de austeridad, sino que se
nos dan las razones: “La crisis bancaria europea está beneficiando a los fondos
extranjeros que aguardan a las puertas de Europa”. Por una parte compran
empresas que han perdido valor porque los bancos se niegan a darles crédito, a
lo cual se añade que las medidas de recapitalización impuestas a los bancos les
han forzado a “vender activos por un valor de billones de euros”. Wim Butler,
del Citi Group, no dudó en decir en una conferencia pronunciada en Bruselas:
“De aqui a unos años todos los bancos europeos pertenecerán a extranjeros”.
Las políticas restrictivas han
llegado a tal punto de irracionalidad que desde el propio Fondo Monetario
Internacional se ha comenzado a advertir a los dirigentes políticos europeos:
“En la medida en que los gobiernos piensan que deben responder a los mercados,
pueden ser inducidos a consolidar demasiado aprisa, incluso desde el simple
punto de la sostenibilidad de la deuda”. Como ustedes saben, el presidente
actual de nuestro gobierno ya ha dicho, cuando se aprestaba a rendir pleitesía
a la señora Merkel, que lo primero es cumplir con el deber de sanear los bancos
y reducir el gasto público: los puestos de trabajo, los hospitales o las
escuelas no son prioritarios.
Hay razones que ayudan a
entender la inhumanidad de este capitalismo depredador. Richard Eskow, que
trabajó en un tiempo para Wall Street dice: “La gente que sufre por los efectos
de los presupuestos austeros no son de la clase de los que [estos capitalistas]
conocen personalmente, sino que se trata de empleados públicos, como maestros,
policías, bomberos o funcionarios de programas sociales; de gente que necesita
de ayudas del gobierno, como los pobres; y de otros de la clase media que han tenido
la temeridad o de hacerse viejos o de sufrir una incapacidad”. En realidad los
“super-ricos” no sólo se sienten ajenos a todos estos, sino que en el fondo los
desprecian.
Lo ocurrido en los últimos
años en la sociedad norteamericana, que fue la primera en implantar estas
reglas, nos indica la clase de futuro a que nos conduce a todos la austeridad.
Dos noticias de prensa publicadas alrededor de la Navidad del año pasado
ilustran sus dos caras. Sabemos, por una parte, que la “paga” de los dirigentes
de las 500 mayores empresas aumentó en un 36’5 por ciento en 2010, al propio
tiempo que aumentaba en 1.600.000 el número de los niños norteamericanos sin
hogar, lo que representa un aumento de un 38 por ciento respecto de 2007. El
año pasado, el de 2011, no ha sido tan bueno para los negocios de Wall Street;
pero sabemos ya que esto no va a afectar las pagas millonarias de los
dirigentes de Citigroup o de Morgan Chase, que van a cobrar más de veinte
millones de dólares.
Los empresarios son conscientes
de que el aumento de la desigualdad es nefasto para el crecimiento económico,
en términos globales. Como señala Robert Reich: “Con tanta parte de los
ingresos y de la riqueza concentrada en los más ricos, la amplia clase media no
tiene ya el poder adquisitivo necesario para comprar lo que la economía es
capaz de producir (...). El resultado es la generalización del estancamiento y
del paro”. Un memorándum de la Reserva Federal norteamericana de 4 de enero
recuerda que el 70 por ciento de la economía nacional depende del gasto de los
consumidores, y que la recuperación no será posible si no aumenta la capacidad
de consumo de la clase media.
Este planteamiento sobre el
interés general no afecta sin embargo a los intereses inmediatos de los más
ricos, puesto que una reducción global del crecimiento no implica una reducción
simultánea de sus beneficios, que han seguido aumentando. Y se están, además,
adaptando a la nueva situación, con la esperanza de obtener cada vez mayores
beneficios. El 16 de octubre de 2005 Citigroup, la mayor empresa financiera del
mundo, publicaba un informe con el título de Plutonomía, al que de momento se
prestó poca atención, hasta que, cuando comenzó a hacerse famoso, Citigroup se
preocupó de eliminarlo por completo de la red.
El informe proponía el término
“plutonomía” para designar los países en que el crecimiento económico se había
visto promovido, y en gran medida consumido, por el pequeño grupo de los más
ricos. Sostenía que “el encarecimiento de los activos, una participación
creciente en los beneficios y el trato favorable por parte de gobiernos
partidarios del mercado han permitido a los ricos prosperar y capitalizar una
proporción creciente de la economía en los países de plutonomía”. Lo ilustraba
con las cifras de la desigualdad de la distribución de la riqueza en los
Estados Unidos, que comentaba con estas palabras: “No tenemos una opinión moral
acerca de si esta desigualdad de los ingresos es buena o mala; lo que nos
interesa es que es importante”. Opinaban, además, que las fuerzas que habían
llevado a este aumento de la desigualdad en los veinte años últimos era
probable que continuasen en los años próximos. De lo cual había que deducir que
se crearía un entorno positivo para la actividad de empresas que vendiesen
bienes o servicios a los ricos.
Su conclusión final era: Hemos
de preocuparnos menos de lo que el consumidor medio vaya a hacer, ya que la
conducta de este consumidor es menos relevante para el agregado final, que de
lo que los ricos vayan a hacer. Esta es simplemene una cuestión de matemáticas,
no de moralidad, concluían.
Y debían tener razón,
porque sabemos que las empresas de bienes de lujo (o, como se dice en el
negocio, de “bienes para individuos de un valor extremo”, que The Economist nos
aclara que son aquellos pra los que “un bolso de 8.000 dólares es una ganga”)
están aumentando espectacularmente. LVMH –o sea Louis Vuitton Moët Hennessy-
creció en un 13% en la primera mitad de 2011 con ventas de 10.300 millones. Una
noticia publicada recientemente en la prensa nos dice que mientras la
matriculación de automóviles disminuyó en su conjunto en España en el año 2011,
la excepción han sido los de lujo, cuya matriculación ha aumentado en un 83’1
por ciento.
“En algún momento
–habían avisado los analistas de Citigroup- es probable que los trabajadores se
opongan al aumento de beneficios de los ricos y puede haber una reacción
política contra el enriquecimiento de los más acomodados”, pero “no vemos que
esto esté ocurriendo, aunque hay síntomas de crecientes tensiones políticas. De
todos modos mantendremos una extrecha observación de los acontecimientos”.
La ofensiva empresarial
no se limita, por otra parte, a buscar ventajas temporales, sino que aspira a
una transformación permanente del sistema político. En los Estados Unidos se
está tratando de dificultar el acceso al voto a amplias capas de la población
que se consideran poco afines a los principios de la derecha: ancianos,
minorías étnicas, pobres... En la actualidad hay en Norteamérica 12 estados que
han introducido medidas restrictivas del derecho a votar (otros 26 las están
gestionando), la más importante de las cuales es la exigencia de un documento
de identidad como votante, para cuya obtención se exige la presentación de documentos
como el carnet de conducir o la acreditación de una cuenta bancaria. No sin
problemas. En julio de 2011 el documento le fue negado en Wisconsin a un joven,
con el argumento de que el comprobante de su cuenta de ahorro, que presentaba
como identificación, no mostraba bastante actividad reciente com para servir
para esta finalidad. Más del 10 por ciento de ciudadanos norteamericanos no
tienen estas identificaciones, y la proporción es todavía mayor entre sectores
que normalmente votan por los demócratas, incluyendo un 18 por ciento de
votantes jóvenes y un 25 % de los afroamericanos.
Pero la amenaza a la
democracia no necesita formularse con medidas legales de limitación del voto,
porque el camino más efectivo es el control de los políticos por parte de la
oligarquía financiera. Robert Fisk hacía recientemente una comparación entre
las revueltas árabes y las protestas de los jóvenes europeos y norteamericanos
en un artículo que se titulaba “Los banqueros son los dictadores de Occidente”,
en que decía: “Los bancos y las agencias de evaluación se han convertido en los
dictadores de occidente. Como los Mubarak y Ben Alí, creen ser los propietarios
de sus países. Las elecciones que les dan el poder –a través de la cobardía y
la complicidad de los gobiernos- han acabado siendo tan falsas como las que los
árabes se veían obligados a repetir, década tras década, para ungir a los
propietarios de su propia riqueza nacional”. Los partidos políticos, afirma
Fisk, entregan el poder que han recibido de los votantes “a los bancos, los
traficantes de derivados y las agencias de evaluación, respaldados por la
deshonesta panda de expertos de las grandes universidades norteamericanas, (…)
que mantienen la ficción de que esta es una crisis de la globalización en lugar
de una trampa financiera impuesta a los votantes”.
Michael Hudson, profesor de la
Universidad de Missouri, que había sido analista y asesor en Wall Street,
denuncia en un texto sobre lo que llama “la transición de Europa de la
socialdmeocracia a la oligarquía financiera”, los efectos de las políticas de
austeridad: “Una crisis de la deuda facilita que la élite financiera doméstica
y los banqueros extranjeros endeuden al resto de la sociedad (...) para
apoderarse de los activos y reducir el conjunto de la población a un estado de
dependencia”. A lo que añade que la clase de guerra que se extiende ahora por
Europa tiene objetivos que van más allá de la economía, puesto que amenaza
convertirse en una línea de separación histórica entre una época caracterizada
por la esperanza y el potencial tecnológico, y una nueva era de desigualdad, a
medida que una oligarquía financiera va reemplazando a los gobiernos
democráticos y somete a las poblaciones a una servidumbre por deudas. El
resultado es “un golpe de estado oligárquico en que los impuestos y la
planificación y el control de los presupuestos están pasando a manos de unos
ejecutivos nombrados por el cártel internacional de los banqueros” (no sé si
será oportuno recordar que nuestro actual ministro de economía procede del
sector bancario norteamericano).
Hay un aspecto de estos
problemas en el que nos conviene reflexionar. Randall Wray sostiene que la
crisis norteamericana de 2008 no la causó la insolvencia de las hipotecas
basura, porque su volumen no era suficiente como para haber provocado por si
sólo este desastre, sino que ésta fue simplemente la chispa que desencadenó un
incendio cuyas causas profundas eran el estancamiento de los salarios reales y
la desigualdad creciente, que empujaban a la economía lejos de una actividad
centrada en la producción hacia otra esencialmente financiera, dedicada al
manejo del dinero. Lo más grave de esta interpretación –advierte- es que, dado
que estas causas profundas no sólo no se han remediado, sino que son más graves
ahora que en 2008, pudiera ocurrir que una chispa semejante, como la
insolvencia de uno de los grandes bancos norteamericanos o un problema grave en
la banca europea, volviera a iniciar una nueva crisis, tal vez peor.
Es por esto que necesitamos
evitar el error de analizar la situación que estamos viviendo en términos de
una mera crisis económica –esto es, como un problema que obedece a una
situación temporal, que cambiará, para volver a la normalidad, cuando se
superen las circunstancias actuales-, ya que esto conduce a que aceptemos
soluciones que se nos plantean como provisionales, pero que se corre el riesgo
de que conduzcan a la renuncia de unos derechos sociales que después resultarán
irrecuperables. Lo que se está produciendo no es una crisis más, como las que
se suceden regularmente en el capitalismo, sino una transformación a largo
plazo de las reglas del juego social, que hace ya cuarenta años que dura y que
no se ve que haya de acabar, si no hacemos nada para lograrlo. Y que la propia
crisis económica no es más que una consecuencia de la gran divergencia.
¿Qué hemos de hacer?
Hay, evidentmente, un primer nivel de urgencia en que resulta obligado luchar
por salvar los puestos de trabajo y los niveles de vida. El Banco de España se
ha encargado de comunicarnos hace pocos días que lo que vamos a tener este año,
y muy probablemente el siguiente, es más recesión y más de seis millones de
parados. Cuesta poco imaginar la cantidad de EREs y de recortes que esto va a
implicar, lo que nos va a obligar a muchos esfuerzos puntuales para salvar todo
lo que se pueda.
Pero lo que revela la
naturaleza especial de la situación actual es el hecho de que para la
generación que ahora tiene entre 20 y 30 años no va a haber ni siquiera EREs,
sino una ausencia total de futuro. Y eso sólo podrá resolverse con una política
que vaya más allá de la defensa inmediata de nuestras condiciones de vida, para
enfrentarse a las políticas de austeridad y que, sobre todo, se proponga acabar
con el gran proyecto de la divergencia social que las inspira.
Como demostró la gran
depresión de los años treinta, cuando eran muchos los que pensaban que el viejo
sistema capitalista se había acabado y que el futuro era de la economía
planificada por el estilo de la de la Rusia soviética, la capacidad del
capitalismo para superar sus crisis y rehacerse es considerable.
El problema inmediato al que
hemos de enfrentarnos hoy no es, como algunos pensábamos hace unos años, la
liquidación del capitalismo, que debe ser en todo caso un objetivo a largo
plazo, porque la verdad es que no disponemos ahora de una alternativa viable
que resulte aceptable para una mayoría. Y lo que no puede ser compartido con
los más, por razonable que parezca, está condenado a quedar en el terreno de la
utopía, que es necesaria para alimentar nuestras aspiraciones a largo plazo,
pero inútil para la lucha política cotidiana.
Lo que nos corresponde
resolver con urgencia es decidir si luchamos por recuperar cuanto antes un
capitalismo regulado, con el estado del bienestar incluido, como se había
conseguido cuando los sindicatos y los partidos de izquierda eran
interlocutores eficaces en el debate sobre la política social, o nos resginamos
a seguir sufriendo bajo la garra de un capitalisno depredador y salvaje como el
que se nos está imponiendo. De hecho, lo que nos proponen las políticas de
austeridad es simplemente que paguemos la factura de los costes de consolidar
el sistema en su situación actual, renunciando a una gran parte de las
conquistas que se consiguieron en dos siglos de luchas sociales.
No es que no haya signos
esperanzadores de resistencia. No cabe duda de que las ocupaciones de plazas y
las manifestaciones de protesta van a volver a brotar esta primavera, empujadas
por la desesperación. Pero lo más importante es saber si la experiencia de los
efectos combinados de los recortes y del aumento de las cargas servirá para
devolver el sentido común a quienes dieron el voto a una derecha que prometía
soluciones y se limita ahora a pedirnos sacrificios, o si sus votantes se
resignarán a aceptar mansamente las consecuencias de su error.
Pienso que es urgente,
para dar sentido y coherencia a las protestas, que la izquierda –una izquierda
real que nazca de más allá de la traición de la socialdemocracia de las
terceras vías- elabore nuevas formas de lucha y de mejora, ahora que ya hemos
aprendido que la idea de que el progreso era el motor de la historia es un
engaño y que los avances para el conjunto de los hombres y las mujeres solo se han
conseguido a través de las luchas colectivas. La semana pasada me pidieron en
un diario de Barcelona que opinase acerca de cómo sería dentro de cinco años
este capitalismo con el que nos ha tocado vivir. Y lo que respondí fue que eso
dependía de nosotros: que lo que tengamos dentro de cinco años será lo que
habremos merecido."
Texto íntegro de la conferencia pronunciada en León por el profesor Fontana
que, salvo pequeñas variaciones, es la misma que dictó en la sede de Comisiones
Obreras de Catalunya en el consell de Comfia.
Gracias antipático
Imagen: Publico