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martes, 20 de abril de 2010

RECICLAJE




Doña Angustias arrastraba algo muy pesado escaleras abajo. Varias mirillas se abrieron a su paso para mostrar su ojo curioso, voces familiares susurraron tras las puertas, pero ninguna se abrió.

Al llegar al portal se tomó un breve respiro, sus años ya no la permitían tamaños esfuerzos, y aún así ella estaba satisfecha, convencida de que aquél sí merecería la pena.

Comenzó entonces una larga caminata calle arriba, jadeante, tirando de una gran bolsa de plástico negro que a cada poco, amenazaba con soltarse de sus manos y regresar rodando a casa.

-¿Qué llevas ahí Angustias? ¿Estás de mudanza? ¿No me digas que ahora te ha dado por revolver entre la basura? –preguntó Don Próspero, el perista del barrio.

-Son cosas para tirar, nada que te convenga –respondió la mujer.

-Ya... basura... ¿Y si me dejas echar un vistazo? A lo mejor hay algo que valga para que hagamos negocio.

-No, Don Próspero. De verdad que no hay nada que valga la pena, sería yo tonta... –dijo Angustias protegiendo el fardo con su pequeño cuerpo.

-Está bien, está bien... no insisto. Tú sabrás... pero recuerda que si encuentras algo de valor, yo te lo compro a buen precio, lo compro todo -añadió mientras se alejaba su oronda figura.

Un poco más adelante tuvo que detenerse de nuevo. Era Don Urbano, un hombre de aspecto pulcro y aseado. Angustias habría jurado que esa mañana llevaba puesto su gesto más severo. Estaba plantado en medio de la estrecha acera, completamente erguido, en silencio, y con los brazos en jarras.

-Perdone usted Don Urbano. ¿Podría dejarme pasar? Es que como verá voy muy cargada... casi no puedo con esta dichosa bolsa.

-Ya veo, ya veo... –Dijo Don Urbano manoseando su elegante monóculo.

-Son sólo cosas de tirar ¿sabe usted? Voy al contenedor que hay allí arriba, al principio de la calle. Es que no quiero dejarlo ahí en el portal, cualquiera podría abrir la bolsa... y yo no quiero que nadie la abra.

-Claro, claro. ¡Ya entiendo! ¡Lo que usted pretende es deshacerse de eso porque es una sustancia peligrosa! –exclamó alarmado Don Urbano.

-Pues ya que lo dice... sí... algo parecido.

-¡Es usted una irresponsable señora mía! ¡Un verdadero peligro público! ¿No sabe usted el riesgo que corre? ¿El que corremos todos gracias a su falta de juicio? Una sustancia peligrosa no se transporta arrastrándola por la calle, ha de trasladarse con las debidas medidas de seguridad ¡El protocolo Angustias! ¡El protocolo! ¿Qué sería de todos nosotros sin el protocolo?

La anciana se encogió sobre sí misma. Don Urbano estaba furioso, crecía y crecía a medida que sacudía sus manos el aire mientras clamaba mirando al cielo. Aprovechando tal circunstancia y con gran esfuerzo, Angustias bajó de la acera, y sin añadir palabra, rodeó al coloso para poder retomar su camino.

Las fuerzas menguaban con cada paso, sus débiles manos temblaban doloridas, la fatiga había enterrado un dolor agudo en el centro de su pecho. Aún así continuó calle arriba. En busca de los contenedores de colores que asomaban entre unos coches aparcados.

Al llegar a su altura, se admiró de lo grandes que eran. "¿Cuántas cosas cabrían allí dentro?" Se preguntó. Estuvo mirándolos detenidamente durante unos minutos y se dio cuenta de que cada uno estaba destinado a un uso distinto. Para tirar cartón, para vidrio, para restos orgánicos, incluso para pilas eléctricas, pero no encontró el que ella buscaba. Dejó la pesada bolsa en la acera y dio un par de vueltas alrededor de los contenedores. Tal vez se le hubiera pasado por alto alguno. Entrecerró los ojos, tenía que encontrar algún letrero que indicara concretamente lo que se podía tirar allí, sabía de sobras que lo de su bolsa no era basura corriente, hasta que pasado un tiempo, cuando casi se había dado por vencida...

-¡Vamos a ver! ¡Vamos a ver! ¿Es que no sabe usted que está prohibido depositar desperdicios en la vía pública? La llevo observando un rato y creo que está usted intentando abandonar esa bolsa en medio de la calle ¿A que sí? Pues sepa, mi querida señora, que en cumplimiento de la actual ordenanza, me voy a ver obligado a multarla por su falta de civismo. ¡Que no se puede ir por ahí haciendo lo que a uno le viene en gana! Y no me mire con esa cara de pena... que este que usted ve ya las ha visto todas.

Doña Angustias era incapaz de articular palabra, apenas llegó a distinguir la chapa plateada que aquél hombre lucía orgulloso en su pechera. “Inspector de basuras”

-Así mejor. Calladita y sin protestar mientras cumplimento la denuncia. Veamos, veamos... ¿Qué exactamente lo que hay dentro de la bolsa?

-Tristeza –dijo Doña Angustias con la mirada en el suelo.

-¡Esto es el colmo! ¡Encima con cachondeo! ¡Un poco más de respeto Señora! ¡Que yo no estoy aquí para estas tonterías! ¡Habráse visto...!

-No... yo no... le digo que es verdad... está toda en esa bolsa, toda la que tenía en casa...

-¡Silencio! Esto ya pasa de castaño oscuro... No sé si se ríe de mí, o es que está mal de la cabeza, pero le diré una cosa, o tira esa basura en su contenedor correspondiente ahora mismo o llamo a la policía... que ya empiezo a sospechar de si ahí dentro no llevará algo robado... y le repito que no se esfuerce, que no me ponga cara de pena...

-Le prometo que no... que no he hecho nada malo... es sólo que estoy triste... que tanta tristeza pesa mucho, no puedo arrastrarla ni un paso más, le doy mi palabra... y además, es que no encuentro el contenedor para estas cosas.

-Bueno, ya está bien. Como veo que no está por la labor, yo me ocuparé del reciclaje, pero de la multa no la libra nadie.

El hombre se acercó hasta la bolsa y la agarró por el cuello anudado. Casi perdió el equilibrio al tirar de ella, no podía imaginar que era aquello que pesaba tanto.

-¿Pero qué coño ha metido usted aquí? ¿Tornillos? ¿Escombros?

-Ya le dije... sólo tristeza.

-Sí... sí... vieja loca, lo que usted diga. Pero apartese a un lado mientras abro esto.

-¡No! –gritó la anciana –No haga eso, si uno respira tristeza, se le queda dentro para mucho, mucho tiempo. No abra la bolsa señor, por su bien, no la abra o...

-Pero vamos a ver... –la interrumpió el hombre mientras hurgaba en la bolsa -¿cómo quiere que sepa donde echar esto si no sabemos...? ¡Ah claro! Es que usted es de esos que no reciclan. Las viejas como usted creen que todo esto del reciclaje es una tontería, y así nos va. ¡Aquí se recicla todo! A ver si se enteran de una puñetera vez que los papeles se tiran en el contenedor verde, los plásticos en el amarillo, el vidrio en...

Al día siguiente, después del aperitivo y antes de recogerse, Don Prospero, Don Urbano, Don Justo, y Don Severo, detuvieron de pronto su animada conversación. No podían creerlo. La anciana decrépita que fue Doña Angustias salía del portal, pero esta vez convertida en otra persona. En lugar de sus ropas enlutadas, lucía un bonito vestido amarillo recién comprado, zapatos nuevos, y una flor en el pelo. Pasó por su lado sin verles siquiera. Tan sólo tuvo ojos para Don Amable, que como todos los días, la saludó sonriente. Todos habrían asegurado, de habérseles preguntado, que mientras subía la calle, canturreaba una canción.

Del inspector de basuras sólo se supo que lo encontraron llorando cerca de los contenedores, que así se lo llevaron al hospital, víctima de una profunda e inexplicable depresión.




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