Translate

viernes, 5 de junio de 2015

EL GUARDIÁN ENTRE EL CEMENTO


No hay muchos que se atrevan a escribir sobre, lo que pareciendo estar en la superficie, está en realidad al fondo... muy al fondo de todos nosotros... donde está la carne viva. Solo unos pocos se aventuran de tal manera y se olvidan de toda prudencia, de mantener estas melindrosas y ridículas apariencias que casi sin excepción, nos escayolan.

Uno de ellos es mi amigo, eso que llaman compañero del alma, alguien dispuesto a pronunciar sin pudor y ante todos un deseo... más bien, "El Deseo"... eso que por debajo de cada necesidad particular, real o imaginada, satisface hasta al más exigente con la vida.

La pregunta. ¿Qué queremos? No qué necesitamos tener... sino qué necesitamos ser y necesitaremos haber sido al final de esto que llamamos vida... eso que nos dará la absoluta seguridad de no haber desperdiciado del todo la existencia.

La respuesta. Salvarlos a todos... al menos a tantos como fuera posible... salvar al mocoso que fuimos de ser al cabo un sueño malgastado... salvar a cuantos amamos... salvar incluso a los que nos aman o amaron... y salvarles sobre todo a ellos, a los niños... a los que suponen nuestra única esperanza de no llegar a desaparecer del todo... o al menos, no de golpe. Salvarles a ellos para salvarnos a nosotros mismos y salvar de paso al mundo entero... para siempre jamás.

Fue Óscar Sánchez el que lo escribió y lo publicó en la revista Hypérbole el 3 de junio de 2015... y aquí lo traigo... con envidia y admiración.



EL GUARDIÁN ENTRE EL CEMENTO

(…) Pues uno que fuera de semblante feísimo o mal nacido o solo y sin hijos, no podría ser feliz del todo, y quizá menos aún aquel cuyos hijos o amigos fueran completamente malos, o, siendo buenos, hubiesen muerto.
Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1099b.






La parte que menos he comprendido del caso del clan Pujol ha sido la de la educación. Lo de que el nacionalismo es un subterfugio para manipular a las masas a través del odio en beneficio del charlatán de turno lo teníamos más o menos claro, pero lo que entiendo peor, repito, es cómo pueden haber inculcado el ex-Molt Honorable y su enérgica mujer los valores de la corrupción y el negociete fácil en nombre de papá nada menos que a seis de sus siete hijos. Porque de “valores” se trata, ya que estoy convencido de que ningún corrupto se llama a sí mismo tal, sino que cuando menos posee una justificación cutre, entre elaborada por uno mismo y adquirida del exterior, para sus prácticas. La corrupción, como casi todas las conductas humanas, consiste en un entorno específico, no en una elección individual, y por eso resulta tan poco creíble cuando oímos eso de “todos mis amigos sí, pero yo no”, o cuando nos decimos a nosotros mismos que jamás lo haríamos: prueba a crecer, o a trabajar, en ese entorno. No obstante, ignoro de qué manera les enseñaron eso tan concreto, o dejaron de enseñar otras cosas, los Pujol a sus hijos. Incluso aunque se criaran entre niñeras, como parece muy posible, justamente las niñeras no participan de esos chanchullos, y tienden a respetar los códigos de los cuentos de hadas, de manera que, por mucho que les exhortasen a admirar al padre, tuvo que ser después, cuando todos los adolescentes selectos de su barrio o instituto se percataron a la vez de que ellos no eran como los demás, de que tenían acceso a un nivel superior de rapiña social… Quién sabe.







El asunto es, de cualquier forma, que uno no le dice un buen día a su hijo algo como eso, “hijo, tienes la oportunidad de aprovecharte de mi posición y vivir como un rey, aunque puedas terminar en la cárcel”, pese a que seguramente algo parecido sea lo que sí que se deja caer a socios y aduladores. El resto de los padres, como pertenecemos a círculos sociológicos más humildes, tan sólo deseamos que nuestros niños sean felices y todo eso, pero honradamente. Claro que siempre están esos muchos padres, me refiero ahora a la parte masculina -si la hay- de la pareja reproductora, que sueña con un hijo futbolista de éxito. Es más improbable que el que un Pujol se haga misionero en el Nepal, pero al menos en principio parece un camino honrado, al menos tan honesto e iluso como pueda ser jugar a esta u otras Loterías (por cierto, he oído un anuncio de radio de una Lotería que identifica el premio de los millones con la libertad, lo que ganarás no será mucho o poco dinero sino la Libertad… me pregunto por qué las Autoridades no se mosquean de esta indirecta denuncia del trabajo como opresión). Como tampoco soy de esos, porque el fútbol me produce un sopor invencible desde muchos años antes de ir de intelectual por la vida, hablaré de mi experiencia de progenitor vulgar y corriente.

Y mi experiencia se parece mucho, últimamente, a lo que se describe casi como conclusión del periplo de Holden Caulfield en el famoso The Catcher in the Rye de aquel autor misterioso y espiritual que fue J.D. Salinger. No haya miedo: ni oigo voces, ni se me ha pasado por la cabeza asesinar a alguien importante por causa de la novela. De hecho, la leí hace mucho tiempo y apenas me acuerdo, pero me viene a la cabeza alguna vez cuando llevo a mis hijos a la madrileña Plaza de Carros, después del colegio. Son tres niños (gracias a Dios, no soy del Opus: el número ha dependido de las circunstancias…), de sexos variados, y todos pequeños, de esa edad que todos imaginamos cuando imaginamos a un niño, esa entidad inestable pero perfectamente acrisolada por la naturaleza que ya no es un bebé incapaz de valerse por sí mismo pero tampoco un pre-adolescente insensato que comienza ya a matar al padre.

Pues bien: a partir de las cuatro de la tarde, con poco que el tiempo acompañe, la Plaza de Carros o de los Carros se llena de críos que meriendan y hacen el cabra, y de padres que se sientan en las zonas sombreadas de los poyetes de cemento (en realidad, ignoro si son poyetes y si son de cemento: estoy pez de arquitectura) que circundan el rectángulo abierto de la plaza a charlar entre ellos y vigilar. Hay mucho que charlar, porque la mayoría son novatos en esto de cultivar hijos, y hay mucho que vigilar, porque además de que el tráfico de la calle San Francisco el Grande amenaza, como digo toda la orografía de la placita es dura como una piedra. En el centro despunta y luce una fuente no fea pero igual de dura en la que inevitablemente alguno de los otros novatos, los novatos de la existencia mim-ma (advierto de antemano que también estoy pez de efectos líricos…), termina cada tarde por chapuzarse. Es, para mí, un Edén de pequeño tamaño, un paraíso de bolsillo sobre todo en Primavera del que te expulsan a corto plazo las necesidades del día siguiente y a largo plazo el acné de los chavales, que es como la alambrada de carne que erizan en su rostro para no besar ya tanto a sus padres. Pero, durante un rato, un rato maravilloso, son enteramente tuyos, y puedes contemplarles a placer enredar y ensuciarse a su aire con otros niños totalmente sumergidos en su feliz salsa mientras te ahorras ayudarles en los deberes o contarles con gran emoción fingida aburridos cuentos.

¿Qué tiene, entonces, que ver la obra del viejo ermitaño Salinger con este paisaje tan poblado que da gloria verlo? Tiene que ver en que el eterno Holden Caulfield acaba por meditar, en off, para todos nosotros, que si pudiese elegir, elegiría una vida en la que protegiese a unos niños que juegan en un campo de centeno de caerse por un precipicio que, casualmente, está a mano en su mente juvenil. ¿Y qué más se puede pedir? Uno está ya en la culminación de su desastrosa vida -máxime si, como yo, ha tenido progenie más bien tarde-, que es como una mina abandonada a la que mucho más mineral valioso no se le va a arrancar, y, sin embargo, obtiene por una vía absolutamente convencional tres bellezas incomparables a las que mantener física y mentalmente sanas hasta los treinta, y lo que toca es pasar el resto de tu vida manteniéndoles alejados del precipicio. Se puede pedir algo más, desde luego: se puede pedir que el cemento de ciudad se haga, por milagro, centeno bíblico, pero me temo que eso es ya literatura, y literatura norteamericana… Ser padre tiene algo de haberse muerto ya, de haber pasado voluntariamente a mejor vida, puesto que ahora los que deben vivir son ellos, porque ellos son el otro más tuyo, tu futuro más íntimo tras palmarla, como escribió el poeta alemán Peter Rosegger, poco antes de morir, en 1918, en uno de los poemas más sencillos y significativos que nunca he leído:


Lo que la tierra me prestó
me lo reclama ya ahora,
se acerca para arrancarme pieza a pieza
suavemente el cuerpo.
Cuanto más yo sufría
más bello el mundo se hacía.
Extrañamente cuanto yo conquisté
se me cae poco a poco de la mano.
Cuanto más ligero me hago

tanto más pesado me siento.
“¿No puedes tú, tierra rica,
prescindir de mí?”, te pregunto.
“No, de ti prescindir no puedo,
de ti tengo que construir otro,
contigo a otro he de alimentar,
con derecho a contemplar el mundo.
¡Pero consuélate en paz!
El otro también eres tú.






Estoy seguro que hasta Jordi Pujol y su ínclita esposa querían de verdad a sus hijos, pero tal vez estaban demasiado ocupados en sus mierdas para llevarles al parque, lo cual sólo sabían canjear por baños de ceremonia nacionalista, de modo parecido a como, en El Padrino II, Michael Corleone lava sus crímenes blanqueando su reputación en la comunión de sus hijos. Personalidades artísticas o culturales como Eric Clapton o Francisco Umbral o el mismo Aristóteles, que perdieron a sus hijos pequeños, ¿cómo harían para sobrevivir? ¿Componiendo, escribiendo, filosofando? Los padres de la Plaza de Carros, o de los Carros, que de escribir, filosofar o componer sabemos lo justo, allí estamos cada tarde laborable, de novelescos guardianes entre el cemento, curando mataduras y repartiendo bocadillos, con un ojo en los cachorros y otro en el precipicio, haciéndonos viejos bajo el sol aunque buscando la sombrita de la mutua compañía, en la esperanza de que golfos, malhablados, marranetes y mentirosillos nos van a salir, en el peor de los casos, pero corruptos no.


1 comentario: